Cruda realidad / Colombia, Hungría y la perplejidad de las élites

    La élite periodística y política se rasga las vestiduras porque Colombia diga No a la falsa paz, Hungría diga No a los refugiados, Inglaterra diga No a la UE o en EEUU pueda ganar Trump. Como si la voluntad popular no fuera democrática cuando es políticamente incorrecta.

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    Álvaro Uribe, Viktor Orban, Theresa May y Donald Trump
    Álvaro Uribe, Viktor Orban, Theresa May y Donald Trump

    Colombia ha votado mayoritariamente contra el acuerdo al que ha llegado su presidente, Juan Manuel Santos, con la guerrilla de las FARC, pese a que estaba cantado lo contrario.

    Y los húngaros que se han acercado a votar -no suficientes, al parecer- se han opuesto a que la UE les obligue a meter a más refugiados en casa por una mayoría abrumadora, superior al 95%. Y, claro, se ha montado la mundial.

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    Hablaba el otro día aquí de la inversión de los valores, y se me pasó añadir que eso afecta, naturalmente, al diccionario y a la reflexión más elemental. En Colombia han decidido que premiar con prebendas varias a quienes llevan décadas matando con singular vesania no es una buena idea, y han saltado como por un oculto resorte los opinadores de nómina y púlpito, los dueños del megáfono, para decir que «se ha rechazado la paz».

    Uno que sabe mucho de estas cosas, Arnaldo Otegi, Otegui, ha declarado que los «enemigos de la paz» no lograrán «destruir su anhelo ni en Colombia ni en Euskal Herria». Una, que da para lo que da, pensaría que si alguien se ha ganado con creces el título de «enemigo de la paz» es quien ha dirigido una banda cuya ‘ratio ultima’ era el tiro en la nunca o el despanzurramiento indiscriminado de quien pase por ahí, hombres, mujeres, ninos o lo que se tercie.

    El consenso político, mediático y cultural de toda la ‘gente bien’ ha puesto al líder de los húngaros Viktor Orban, como chupa de dómine

    Pero no, Otegi es un ‘hombre de paz’ y yo soy una cavernícola sedienta de sangre. Ironías aparte, el servilismo con que tratan tantos opinadores y políticos a unos pistoleros cuyo modo de contrarrestar la opinión del contrario era eliminándole me lleva a conclusiones deprimentes, como que con la violencia, contra lo que se suele decir, no solo se consigue mucho, sino que se gana también el respeto de nuestros mandarines mediáticos.

    Lo de los húngaros tiene, si cabe, más mérito, porque están en Europa y porque han visto cómo el consenso político, mediático y cultural de toda la ‘gente bien’ ha puesto a su líder Viktor Orban, como chupa de dómine, y no parece que les haya afectado demasiado.

    Pero yo hoy quiero unir consultas populares tan distintas y distantes, sumarlas al ‘brexit’ y, si me apuran, a la ‘inexplicable’ popularidad del paria Trump en Estados Unidos, y tratar con este paquete un asunto de máxima actualidad: la perplejidad de las élites.

    En el Occidente de posguerra estaba todo tan atado y bien atado que hasta las revueltas populares eran un poco de mentirijillas, con más de picnic multitudinario que de terremoto político, y la revolución se vendía con todos sus complementos en los grandes almacenes. Mientras, pin y pon jugaban en periodo electoral a ser ‘la izquierda’ y ‘la derecha’, como en una plácida versión paneuropea de nuestra Restauración.

    Eran el consenso de las élites, y entonces decidieron que la nación Estado estaba muerta, que los seres humanos no necesitan identidad ni raíces porque ellos no las tienen… Y empezaron los problemas.

    La gente empezó a votar de un modo que irritaba -irrita- poderosamente al establishment, hasta ahora exquisitamente democrático, y a ver que «derecha» e «izquierda» son ya dos etiquetas que confunden más de lo que iluminan. Porque en los dos nuevos bandos, globalistas y soberanistas, hay derecha e izquierda, o sus reliquias.

    Y la democracia ya no es tan progresista. Salvo que, claro, acierte. Las racionalizaciones son de lo más pintorescas. La última la he leído en la tribuna de regreso a El Mundo de Cayetana Álvarez de Toledo, ‘El futuro ha sido lo que era’, que habla de ‘post-rational democracy’. No me pregunten por qué no pone en español una expresión de raíces latina y griega; debe de ser la globalización esa. El caso es que, según Álvarez de Toledo, la expresión se ha acuñado «para explicar fenómenos deplorables como el Brexit o el ascenso de Trump».

    Me encanta. El concepto parece ser -corríjanme si me equivoco- que hasta estos resultados ‘deplorables’, el pueblo llano, la ‘gente’, votaba tras una ardua reflexión de una racionalidad que hubiera hecho las delicias de Pitágoras.

    Voy proponer de una explicación de urgencia de cómo el electorado se rebeló contra el soma político que le han administrado vía colegio, universidad, televisión, periódicos y vida política desde la cuna

    Lo veo, Cayetana; veo al funcionario, al taxista, al tendero y al reponedor de Mercadona aplicando la mayéutica socrática al ajado ejemplar del programa electoral. Hasta que, de repente, dejó de hacerlo, nadie sabe por qué ni por qué no.

    Voy a proponer una explicación de urgencia, no de cómo el electorado recuperó una racionalidad en que, sinceramente, nunca he creído demasiado, sino de cómo se rebeló contra el soma político que le han administrado vía colegio, universidad, televisión, periódicos y vida política desde la cuna.

    Se llama ‘realidad’, eso que se acaba palpando y que, cuando llega a determinado nivel de contradicción con la propaganda -no con la racionalidad, querida Cayetana- acaba haciendo sospechar al común que se les quiere vender mercancía estropeada. Y, oh sorpresa, dice no.

    Para perplejidad de las élites.

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