Cruda realidad / Lágrimas de cocodrilo de Blair, Hillary, D. Juan Carlos

    Cualquier ciudadano (y no digamos contribuyente) paga por sus errores con multas, cárcel o inhabilitación. Pero a ciertos poderosos les basta con decir que están arrepentidos para irse de rositas.

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    Hillary Clinton candidata del Partido Demócrata a la presidencia de EEUU y Tony Blair, político británico.

    Era la imagen misma de la contrición, cariacontecido, cabizbajo, la voz se le quebraba al decir: «Expreso más pena, arrepentimiento y deseos de perdón del que puedan creer o llegar a conocer». Era Tony Blair, hablando de su entusiasta participación en la invasión de Irak, que ahora que se ha publicado el Informe Chilcot podría meterle en un lío jurídico.

    No hay dolor como su dolor, hermanos. Pero pese a su honda pena y, sobre todo, pese a dejar un país en cenizas, con cientos de miles de muertos, con la calidad de vida y las libertades sociales muy por debajo de lo que estaban con el propio Sadam, con más de medio territorio en manos del sanguinario Califato Islámico, la poblacion acerbamente dividida entre chiíes y suníes y el gobierno cada vez más cercano al Irán de los ayatolás, Tony no va a pagar.

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    Tony se enjugará las lágrimas de cocodrilo y seguirá cobrando millones por conferencia. Nada malo va a pasarle. Declararse arrepentido es toda su penitencia.

    “En el felipismo –corrupción, crimen de Estado- González declaró que ‘asumía toda la responsabilidad’, pero él nunca respondió de nada”

    En los años 60 llegó la moda -desde la orilla izquierda, cómo no- de que la culpa era lo peor, que sentirse culpable era la raíz de todos nuestros males, herencia, sin duda, de nuestra maldita herencia cristiana. Curioso, porque ahora la progresía ha hecho de la culpa su principal arma.

    Eres culpable por ser varón, o blanco, o heterosexual. Debes sentirte fatal por el colonialismo, por la esclavitud, por la Inquisición, por las Cruzadas, un pecado colectivo que solo puedes purgar acusando a otros y votando a la opción correcta. Por todo eso tienes que penar.

    Pero si estás en lo alto, suficientemente alto, basta la declaración llorosa. Felipe González, en esa década prodigiosa en que al amparo del Estado se lo llevó calentito hasta el más pringado y cuando ciertos cadáveres desaparecían en cal viva, declaró en más de una ocasión que «asumía toda la responsabilidad».

    Curiosa fórmula, porque «responsable» viene de responder, y él nunca respondió de nada. Ahí sigue, de correveidile de uno de los hombres más ricos de la tierra y reapareciendo de vez en cuando para pontificar, cual maestro Yoda, sobre lo que deben o no deben hacer los políticos.

    No hay que irse tan lejos. La semana pasada compareció el director del FBI para resumir la conclusión de una investigación federal sobre la candidata demócrata Hillary Clinton cuando era secretaria de Estado.

    Dijo que la investigación había probado que Clinton había sido «extremadamente descuidada» al usar durante años servidores comerciales de correo electrónico para su correspondencia oficial, comprometiendo gravemente la seguridad de la única superpotencia mundial.

    Dijo que Clinton había borrado correos y entorpecido la labor de los investigadores. Dijo que al menos una docena de e-mails contenían materia clasificado y ocho eran ‘alto secreto’.

    Y terminó diciendo que el FBI… recomendaba no presentar cargos contra ella.

    Cualquier otra persona, cualquiera, estaría ya, sino entre rejas, inhabilitada para cualquier cargo público. Clinton ha recibido el respaldo del presidente a su candidatura y tiene muchas probabilidades de ser la próxima inquilina de la Casa Blanca. Dios nos coja confesados.

    Oh, allá van leyes, do quieren reyes.

    “No estamos en la Edad Medica cuando el emperador del Sacro Imperio esperó una noche, descalzo en la nieve, a la espera de que el Papa le perdonara”

    Pero, bueno, es que no estamos en la Edad Media, cuando Enrique II de Inglaterra fue azotado por unos monjes ante el pueblo porque una frase suya pudo ser la causa del asesinato de Tomás Becket.

    O cuando el señor del mundo, el emperador del Sacro Imperio, esperó toda una noche descalzo sobre la nieve, vestido de vil sayal y con ceniza en la cabeza a la espera del que el Papa le perdonara.

    Nuestros reyes de ahora -en sentido propio o impropio- solo tienen que decir «lo siento» y pelillos a la mar. «Lo siento. Hice mal. No volverá a suceder», ¿les suena? Y a seguir con lo de siempre, que la vida son tres días.

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