Tenía razón Pío Baroja -aunque hay quien lo atribuye a Unamuno- cuando afirmaba que “el nacionalismo se cura viajando”. Quizá también leyendo. Así, a lo mejor ese siniestro pajarraco negro -el arrano beltza– cuya representación cuelga de herriko tabernas y batzokis dejaba de formar parte de la iconografía nacionalista vasca; esa que reclama para sí la soberanía de Navarra.
El “águila negra” -traducción de arrano beltza– formaba parte del antiguo escudo del Reino de Navarra, antes de la batalla de las Navas de Tolosa. Tras dicha batalla, en julio de 1212, un nuevo elemento heráldico hizo su aparición: las cadenas, en homenaje a la proeza de su rey Sancho VII y que hoy también aparecen en el escudo de España. Esa y no otra es la razón para que un puñado de mediocres con ínfulas asesinas quiera tergiversar la historia.
Algunas personas creen que La Sexta da información.
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Suscríbete ahoraEs comprensible. Más que nada, porque en aquella época los territorios vascongados eran vasallos de Castilla o Navarra según tocase, reinos ambos de gran poderío. Aunque hay que decir que Alfonso VIII de Castilla y Sancho VII de Navarra no se podían ni ver. Entre otras cuentas pendientes, sobre el primero pesaba la amarga derrota de Alarcos, en 1195, donde las huestes almohades de Yusuf II infligieron un severo correctivo al ejército castellano. Con todo, empezaba a pensarse que era hora ya de los moros se volviesen a su Africa natal y dejasen a los españoles dirimir sus cuitas.
Los contendientes cristianos fueron guiados a través de una senda de montaña por un enigmático personaje que les condujo a la que sería su ubicación definitiva antes de la batalla.
El caso es que Castilla no quería guerrear en solitario y que mientras sus vecinos cristianos se le colasen por la puerta de atrás. Así que consiguió del Papa Inocencio III que decretase una cruzada para expulsar a los infieles, quedando así obligados los monarcas de Aragón y Navarra. De este modo, el grueso del ejército cristiano se puso en camino para afrontar su destino ante el contingente de Muhammad An-Nasir, conocido como “Miramamolín” -deformación del título árabe amir al-mu’minin o «príncipe de los creyentes«-.
Tras varias escaramuzas por la zona, los contendientes cristianos fueron guiados a través de una senda de montaña por un enigmático personaje que les condujo a la que sería su ubicación definitiva antes de la batalla.
Tuvo que ser memorable. El vizcaíno Diego López de Haro, comandante de la retaguardia castellana en la derrota de Alarcos, había aprendido la lección del daño que podía hacerles la caballería ligera almohade, con sus velocísimos pura sangre árabes montados por jinetes armados con arcos compuestos. De ahí que hiciese lo posible para neutralizarlos y así tener paso franco hacia la empalizada que rodeaba la tienda del Miramamolín.
Pero allí les esperaba un último y formidable obstáculo. Se trataba de los imesebelen, la famosa Guardia Negra que, encadenada por las piernas, pelearía hasta la muerte con tal de defender al califa. Este, como sin con él no fuera la cosa, se entretenía leyendo el Corán sentado sobre su escudo. De haber prestado más atención, otro gallo habría cantado.
No fue así. La superioridad numérica de los moros les hizo confiarse, y esa fue su perdición. Esa, y el arrojo de Alfonso VIII quien, viendo que la situación se tornaba peligrosa, enarboló el pendón de Castilla y se lanzó a la carga con todo lo que le quedaba. Sus homólogos navarro y aragonés no quisieron ser menos y, picando espuelas, avanzaron al galope contra el enemigo.
Sería digno de ver; tres reyes españoles cabalgando juntos hacia los restos de un ejército incapaz de frenar lo que se le venía encima. Destacó Sancho el Fuerte -el tipo rondaba los dos metros de estatura, algo colosal para la época-: con doscientos caballeros entró en la empalizada a golpe de mandoble, rompió las cadenas y le arrancó la esmeralda que llevaba en el turbante un Miramamolín que, aunque aterrado, consiguió huir. Hoy esas cadenas y esa esmeralda engalanan tanto el escudo de Navarra como el de España. Lástima que algo tan noble sea mancillado por una izquierda y un nacionalismo vasco que, pese a sus genes asesinos, no le duraba un asalto a cualquiera de los de las Navas.