
Me hablaba estos días un amigo gaditano, con su habitual salero y sentido del humor, de un reportaje que apareció hace unos años en el “Diario de Cádiz” titulado “Cien maneras para colarse en el Ramón de Carranza”. En él, el periodista en cuestión detallaba hasta un centenar de variantes para entrar por la gorra en el estadio de fútbol del Cádiz. Lo que viene siendo un ejemplo de periodismo de investigación serio, vaya.
Había ideas de lo más variopinto: trepar por una parte de la valla que era más baja; aprovechar un saliente del muro por donde se podía uno aupar; las puertas que estaban menos vigiladas; una ventana que no tenía barrotes…
Algunas personas creen que La Sexta da información.
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Suscríbete ahoraDesde luego, parecía que era tan fácil colarse en el Ramón de Carranza como en la cárcel de máxima seguridad de la que se escapó el Chapo Guzmán. Luego, las cosas han cambiado; el Cádiz se ha puesto más serio al enterarse de la cantidad de gorrones que disfrutaban del deporte rey sin pagar un chavo y ha reforzado las medidas de seguridad.
A los españoles no nos gana nadie en picaresca. Lo llevamos en el ADN. El anónimo autor de “El lazarillo de Tormes” no hizo sino retratar lo que veía en sus coetáneos. Y, casi cinco siglos después, parece que las cosas no han cambiado mucho.
Ese espíritu de Robin Hood de quitarle al rico para dar al pobre –o sea, a mí- parece más propio de los hispanos que de los sajones
Si antes la picaresca se trataba de comer las uvas de dos en dos y de tres en tres, ahora pasa por encontrar la forma de ver el fútbol sin gastarse un euro. Además, somos maestros en eso de justificarnos. Ese espíritu de Robin Hood de quitarle al rico para dar al pobre –o sea, a mí- parece más propio de los hispanos que de los sajones. Total, el dinero le sale por las orejas; por uno que se cuele no se va a hundir el equipo; mientras Hacienda no se entere y argumentos por el estilo nos salen con pasmosa facilidad.

Muchos no roban más porque no pueden. Si pudiesen, no les temblaría la mano. Al ver a políticos y empresarios llenándose los bolsillos, más que cabreo, lo que sienten es envidia. Esa envidia patria que tiñe casi todos nuestros anhelos. Protestan porque tal o cual político se ha llevado el 3 por ciento, o el 5, pero no le dan importancia cuando ellos declaran menos a Hacienda. “Son 300 euros de nada que no le voy a dar a esos corruptos”, se justifican, metiendo a todos en el mismo saco para acallar la conciencia.
Se enervan cada vez que tienen noticia de una multinacional que impone condiciones infrahumanas a sus empleados, pero cuando a ellos les toca contratar a una persona, le regatean todo lo que pueden. Ponen el grito en el cielo al ver a un dirigente mintiendo como un canalla, pero le ríen la gracia a su hijo por copiar en un examen.
La conciencia se forma en los pequeños detalles. Y esto no son moralismos baratos; es la realidad y el día a día
Es fácil salir con que es mucho más grave que una multinacional explote a sus trabajadores a que un autónomo pague mal a su único empleado. O que es peor que mienta un ministro a que un adolescente copie en un examen. Claro que es más grave; nadie pone eso en duda. Pero, de aquellos polvos, estos lodos. La conciencia se forma en los pequeños detalles. Y esto no son moralismos baratos; es la realidad y el día a día.
Muchos esperan a que los otros cambien para cambiar ellos. El cambio, claro, nunca llega. En España tenemos experiencia de esto. Cinco siglos leyendo “El lazarillo”, y seguimos robando las uvas de dos en dos.