Están entre nosotros

    El islam es un hecho con el que vamos a tener que convivir durante mucho tiempo. Un islam del que ya sabíamos algo tras catorce siglos de vecindad y hasta presencia en nuestro continente. Un islam del que no podemos decir que no estábamos avisados.

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    La Policía arresta a un presunto yihadista
    Imagen de archivo: la Policía arresta a un yihadista. / EFE

    Los atentados de París del 13 de noviembre no constituyen la noticia del mes, ni siquiera del año; es, en lo que llevamos, la noticia del siglo, momentáneo corolario de ese 11-S con el que inauguramos el milenio.

    Durante décadas, millones de musulmanes han venido acudiendo a nuestra Europa en busca de la tierra prometida. Lo han hecho atendiendo a un efecto llamada, en buena parte espoleado por la codicia de quienes vieron en la inmigración una inagotable fuente de beneficios para sus negocios, un ejército de reserva que habría de mantener a flote el sistema abaratando los costes salariales como directo resultado del aumento de la masa laboral.

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    Ciertamente, muchos europeos percibieron con enorme desconfianza todo el proceso, pero el miedo de la corrección política guardó la viña. Fueron silenciados por los progresistas de todos los partidos, que nos aseguraban que los inmigrantes iban a pagar impuestos, manteniendo de este modo el estado del bienestar, la sanidad y la educación; que sostendrían las pensiones de nuestra jubilación el día de mañana; que posibilitarían cobrar el seguro de desempleo, condenado a una prevista catástrofe; y todo ello sin necesidad de ponernos a la engorrosa tarea de tener hijos.

    El argumento no era muy solidario, que digamos, pero tenía la ventaja de que defendía un fenómeno, como el migratorio, que permitía mantener el crecimiento económico sin alterar la estructura demográfica. Et voilà

    «EL RELATIVISMO CULTURAL ESTÁ EMPECINADO EN SOSTENER, FRENTE A TODA EVIDENCIA, QUE NO HAY CULTURAS MEJORES Y PEORES»

    Lo cierto es que, hoy, el islam es un hecho con el que vamos a tener que convivir durante mucho tiempo. Un islam del que ya sabíamos algo tras catorce siglos de vecindad y hasta presencia en nuestro continente. Un islam del que no podemos decir que no estábamos avisados. Pero que fue acogido con entusiasmo por los comisarios del multiculturalismo, los verdaderos responsables de la catástrofe, quienes les permitieron erigir su propia sociedad en el seno de la nuestra.

    La justificación ideológica estaba servida tras muchos lustros de un relativismo cultural empecinado en sostener, frente a toda evidencia, que no hay culturas mejores y peores, solo distintos modos de adaptarse al medio. Esto es lo que se predica, ¡aún hoy!, en las universidades de la agonizante Europa de nuestro tiempo.

    La consecuencia es que a los asesinos hace tiempo que no hay que ir a buscarlos a remotos desiertos ni a lejanas montañas. Si anduviesen por los Zagros, por el cuerno de África o por el golfo de Aqaba todo el horror de que son capaces apenas alteraría nuestra digestión. El yihadismo no sería más que bárbaro exotismo oriental con el que abrir algún que otro telediario, hasta que la costumbre nos llevase a consumirlo como sección fija antes de los deportes.

    EL YIHADISMO CAMINA POR NUESTRAS CALLES, VIVE EN NUESTRAS CASAS, UTILIZA NUESTROS SERVICIOS, TIENE NUESTRA NACIONALIDAD. NOS CONOCE A FONDO Y NOS ODIA

    En cambio, ahora camina por nuestras calles, vive en nuestras casas, utiliza nuestros servicios, tiene nuestra nacionalidad. Nos conoce a fondo, y nos odia. Conoce nuestras debilidades. Nos sabe cobardes, temerosos, cínicos, egoístas, descreídos, codiciosos. Quiere golpearnos donde más nos duele. Para eso debemos prepararnos; porque se ha convertido en parte del paisaje de nuestras vidas, gracias a quienes nos han hecho jugar al multiculturalismo para satisfacer las exigencias del dogma progresista.

    Bueno, pues resulta ahora que aquellos que nos han condenado a esta tragedia se erigen en los sumos sacerdotes del sanedrín democrático, agitando el espectro de la paz. De una paz que erigen como valor absoluto y no como fruto de la justicia y la libertad, indiferentes al hecho de que la paz como valor supremo conduce a la esclavitud.

    Cuando el primer ministro francés, Edouard Daladier, volvió de Munich en octubre de 1938, donde habían acordado los franco-britanicos la entrega de los Sudetes a Hitler a cambio de la paz, encontró una multitud que le esperaba al descender de su avion en Le Bourget.

    Temeroso de la reacción de aquellos parisinos a los que suponía indignados por las cesiones al Reich, titubeó visiblemente al agarrar la barandilla de la escalerilla. Estupefacto, fue testigo de cómo la multitud prorrumpía en vítores y entusiastas aplausos al tiempo que coreaban su nombre, agradecida por el hecho de haber evitado la guerra.

    Incrédulo, apenas pudo balbucir:

    -¡Serán gilipollas!

    Pensamiento que muchos no hemos podido evitar ante la exhibición de ese estomagante pacifismo equidistante entre Occidente y el yihadismo en el que se complace la progresía de estepaís.

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    Historiador, profesor y escritor. Ha publicado tres libros de su mano y colaborado en otros dos. Está pronto a publicar un cuarto y ya prepara el quinto. Desconfía de las multitudes y de las mayorías, y está convencido de que a cada época la salva un pequeño puñado de hombres que tienen el valor de ser inactuales.