Jugando a Hemingway

    El corresponsal de The New York Times -que “aconseja” al Gobierno permitir el referéndum de Cataluña- va a publicar un libro sobre secesionismo catalán. Raphael Minder, nuestro Hemingway milenial, hace el ridículo.

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    El escritor estadounidense era un gran aficionado a los toros.

    Cuando a un estudiante de periodismo estadounidense se le pregunta por el mejor periodista de su país, la probabilidad de que responda “Hemingway” es elevada.

    Un joven reportero de Detroit me lo resumía así: “Si eres periodista tienes que ser fan de Hemingway. Es el Número Uno. Punto”. De hecho, si se hace la misma pregunta en España, su nombre aparecerá junto al de Larra, Chaves Nogales y Camus.

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    La publicidad que supo hacerse Ernest Hemingway como aguerrido reportero de guerra fue tal que apenas rebasados los treinta años se convirtió en el primer periodista cuyo rostro era mundialmente conocido, apareciendo con frecuencia en las portadas de revistas como Time y Life.

    A la leyenda de Hemingway contribuyó el tiempo que pasó en España durante la Guerra Civil y que le dio para tres novelas: Fiesta, Muerte en la tarde y Por quién doblan las campanas, todas salpicadas de palabras españolas a menudo mal escritas.

    Con el candor propio de un guía turístico, escribe sobre Madrid que “los madrileños adoran su clima cambiante, del que están orgullosos”, que el aire de la ciudad se respira con “activo placer” y que “el Prado es algo absolutamente característico”. Ese idioma español que Hemingway aseguraba hablar con fluidez nos llega maltrecho: un espuela, ginete, flogo, emendar, caparacón, etc.

    Pese a haber ganado en 1954 el politizado Premio Nobel de Literatura, El viejo y el mar aburre a los colegiales del mundo entero y sus demás novelas son melodramas de escaso interés. 

     Mientras en España la crítica le alaba sin fisuras, en Estados Unidos burlarse de Hemingway es una casi una tradición literaria

    Mientras en España la crítica le alaba sin fisuras, en Estados Unidos burlarse de Hemingway es una casi una tradición literaria. Entre las parodias de sus coetáneos destacan Estábamos en una vieja cabaña en Juan-les-Pins, de Scott Fitzgerald y El sol estornuda todavía, de Raymond Chandler.

    Más recientemente E.B. White aportaría su Más allá de la puerta y bajo el techo del bar, cuyo descacharrante título caricaturesco se explica solo. Como saben los estudiosos de la Generación Perdida, Gertrude Stein dio su veredicto a Hemingway en el célebre apartamento parisino donde la retraba Picasso: “Qué le vamos a hacer. Fitzgerald siempre será mejor escritor que tú”.

    De todos es sabido que Hemingway adoraba los toros, los encierros de Pamplona, el vino y el sol.

    Tal vez ningún estadounidense haya contribuido tanto a publicitar una España burda y pintoresca, cuya Guerra Civil constituía una ocasión única para demostrar el estereotipado heroísmo de un aventurero bohemio. También difundió, sin embargo, una visión sesgada de la Guerra Civil que, evidentemente, no entendió.

    Años después, Susan Sarandon explicaría arrobada el mérito de su admirado Hemingway: “Había una democracia en peligro, con claros síntomas de fascismo, y un buen número de idealistas fueron a España a cambiar las cosas”.

    Pero quien mejor resume el espíritu bobalicón de los aventureros americanos que venían a desfogarse a España es el historiador estadounidense Patrick McGilligan: “1936 fue el mejor año de la historia para ser un radical”. La frase, como ven, es digna del mismísimo Hemingway.

    Una mayoría de los extranjeros que vinieron a España no tenía ni idea de lo que era una guerra. El escritor anglo-húngaro Arthur Koestler, que luchó en nuestra guerra civil con una ingenuidad de la que él mismo se asombraría años después, trituraba en su Testamento español el carácter de los soldados del bando republicano por el que estuvo dispuesto a morir.

    España no era, ni mucho menos, la fiesta que vendía ‘Don Ernesto’, como llamaban a Hemingway en los bares de Madrid. Sin embargo, el espíritu del salvapatrias internacional, que en vez de ocuparse de su país se viene a España a “luchar contra los fascistas”, es un legado terco del que Hemingway probablemente estuviera orgulloso si levantara la cabeza.

    Poco importa que hayamos celebrado el 80 aniversario de la Guerra Civil española, ni que los fascistas sean unos quiméricos molinos de viento, ya eólicos en el siglo XXI.

    Nuestro Hemingway milenial es Raphael Minder, corresponsal del New York Times en España desde 2010.

    Minder nos anuncia ahora un libro a favor del secesionismo catalán titulado “La lucha por Cataluña. Política rebelde en España”

    Nacido en Ginebra en 1971, Minder se licenció en Políticas en Oxford, tiene un Máster en Periodismo por Columbia University y pasó una década en Financial Times.

    Raphael Minder

    Autor de artículos del New York Times en los que definía a ETA como “un grupo separatista que ha llevado a cabo una larga campaña para conseguir un hogar en la frontera francoespañola”, ahora nos anuncia un libro a favor del secesionismo catalán publicado por la editorial británica Hurst y titulado “La lucha por Cataluña. Política rebelde en España”.

    En Estados Unidos ―donde los niños recitan por la mañana en el colegio el Juramento de Lealtad a la Bandera, que incluye la frase “Una nación bajo Dios, indivisible, con libertad y justicia para todos”―, Minder sería expulsado del New York Times si publicara un libro alentando a los secesionistas californianos o tejanos, tratados sistemáticamente como activistas ilegales por todos los presidentes estadounidenses, tanto republicanos como demócratas.

    Es frecuente que los corresponsales estadounidenses retraten una España plana, sin matices y basada en el maniqueísmo simplón que les transmitió Ernest Hemingway hace casi un siglo. Según Germán Gullón, catedrático de Literatura Española residente desde hace años en Holanda, “Pasa con los corresponsales del NRC Handelsblad e incluso con los del Guardian. Hablan de España y parece que viven en la luna”.

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    Periodista, escritora y traductora de inglés de literatura, ensayo y cine. Pasó su infancia entre París y Washington DC. Licenciada en Filología Inglesa, trabajó durante una década el sector cultural, en empresas como Microsoft Encarta y Warner Music. Tiene tres novelas publicadas. Ha traducido al español a clásicos como Dickens, Kipling, Wilde, Poe y Twain. Colabora desde hace décadas en prensa española y latinoamericana. Tras una década colaborando en revistas femeninas como Vogue, Gala y Telva, se inició como columnista en La Razón, labor que continuó en La Gaceta.