La pregunta

    “¿Para qué?”. Las imágenes que vio en televisión de la niña que sobrevivió, pero que había perdido una pierna y, pese a ello, decía que “perdonaba a los terroristas”: “¿Para qué?”.

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    Atentado de Hipercor/Fuente:EFE

    Se siente mayor. Hace tiempo que dejó de ser aquel joven apasionado y visceral que se cubría la cara y sentía la sangre golpeándole en las sienes mientras avanzaba por la calle para enfrentarse a la Policía. Ese olor a gasolina que desprendían las botellas de vidrio momentos antes de hacerse añicos contra los escudos de los agentes. Los rugidos en los oídos de consignas coreadas por otros jovenes como él. La adrenalina corriéndole por las venas. Esa sensación de camaradería y de unión indestructible entre ellos.

    Pronto, su arrojo, fanatismo e inconsciencia –alimentados también por la marihuana y el alcohol- le hicieron conocido entre sus compañeros. Ellos lo llamaban coraje y valentía. Luchar por la causa. Tener huevos, vaya.

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    Era previsible. Una mañana de mayo, tras varios días de altercados, le llegaba la invitación a dar un paso más. Había demostrado que su odio era auténtico: ¿por qué no encauzarlo contra maketos y españolistas, contra policías y guardias civiles? En el fondo estaba esperando esa invitación: tenía 21 años pero ya era adulto en odios y rencores contra los opresores. Era lo que había aprendido en la ikastola, en la familia y de sus mayores. El enemigo estaba ahí, con sus nombres y sus caras. Basta de cócteles molotov; esa gente sólo entiende del tiro en la nuca.

    Fue destinado a un comando. Desde ese momento, su vida estaba entregada a la causa. Cualquier paso en falso podía delatar a los otros gudaris. Ya no era un crío, un cachorro de la kale borroka. Ahora era un guerrero de la causa abertzale.

    «El odio seguía ahí, intacto, cronificado, agazapado como una fiera»

    Pensaba todo esto mientras apuraba su último cigarrillo y contemplaba desde la ventana cómo los campos verdes se diluían en la bruma de la tarde. Su mueca era de desagrado y acritud. En el fondo, ésa había sido su mueca desde hacía tiempo. El desengaño, el asco, el desencanto y el cansancio. El absurdo. El odio seguía ahí, intacto, cronificado, agazapado como una fiera.

    En ese momento volvió la pregunta, la dichosa pregunta, la traidora, la exasperante. “¡Maldita seas, una y mil veces!”, exclamó en su interior. Llevó su cara al antebrazo apoyándose en la pared, bullendo por dentro de rencor y ansiedad. “Maldita seas…”, volvió a mascullar. Pero la pregunta ya estaba allí, en su cabeza, golpeando suave pero insistentemente. La pregunta comenzó a tomar forma, cuerpo, hasta que la podía escuchar con perfecta nitidez en su cabeza: “¿Para… qué?”.

    Por su mente volvieron a sucederse las imágenes: la primera vez que empuñó una 28 PK, una de ésas pistolas del arsenal que robaron a la Ertzaintza; la primera “misión” que le fue confiada junto a otros tres gudaris y, finalmente, el día en que, conteniendo el aire, se aproximó caminando a aquel funcionario de prisiones por la espalda y le descerrajó tres tiros en la nuca.

    “¿Para qué?, ¿para qué?”. La pregunta regresaba y le sometía sin clemencia. “Para liberar mi tierra”, trataba de esgrimir sin éxito

    “¿Para qué?, ¿para qué?”. La pregunta regresaba y le sometía sin clemencia. “Para liberar mi tierra”, trataba de esgrimir sin éxito. Luego volvieron las imágenes de la bomba lapa que colocaron bajo ese coche que saltaría por los aires minutos después con el guardia civil y su hijo en el interior: “¿Para qué?”.

    Las de ese hombre desangrándose en el suelo mientras su mujer suplicaba auxilio entre gritos: “¿Para qué?”. Las imágenes que vio en televisión de la niña que sobrevivió, pero que había perdido una pierna y, pese a ello, decía que “perdonaba a los terroristas”: “¿Para qué?”.

    Se miró en el espejo. La mueca agria y cargada de rencor esculpía su rostro. Habían pasado casi 40 años. Ya no era aquel joven apasionado y visceral. Su hijo le había hecho abuelo recientemente. Euskal Herria seguía siendo una ensoñación. Les habían dicho que llegaría en poco tiempo, pero habían pasado ya cuatro décadas y ahí no se había movido nada.

    Los que antaño les habían empujado a la lucha armada ya no estaban. Los que les siguieron, ahora les evitaban. Rehuían el término gudari y preferían hablar de política y democracia. No reconocían su mérito ni su lucha. Muchos de sus compañeros yacían llenos de asco y de soledad en la cárcel.

    El ya no tenía ni agallas ni ganas para volver a empuñar un arma. Les habían dicho, además, que habían cumplido su misión, que ya no eran necesarios. Poco menos que eran cosa del pasado. Que ya os llamaremos si volvéis a hacer falta, muchas gracias. Pero, mientras, quietecitos. Que esto lo resolvemos con las urnas. Pero políticamente tampoco despegaban. Apenas unas alcaldías menores y poco más. Tanto esfuerzo y sangre para un resultado tan escueto.

    Se derrumbó en una silla. “¿Para qué? ¿Para qué?”. Y la pregunta quedaba sin respuesta.

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