Nuestros monumentos, por los suelos

    Hay dinero para mantener radios y televisiones autonómicas, para regalar condones a jóvenes o para construir aeropuertos fantasma, pero para el arte, la cultura y los monumentos no hay dinero.

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    Convento del desierto de Calanda
    Convento del desierto de Calanda

    Un mausoleo romano repleto de escombros y basura. Una ermita excavada en la roca con las paredes cubiertas de grafiti e inscripciones. Un monasterio abandonado desde la época del funesto Mendizábal y en el que los muros apenas soportan el paso del tiempo. Un palacio blasonado del siglo XVII que se quiere demoler para construir un edificio cutre de apartamentos.

    Esto es lo que se encuentra uno cuando navega por la Lista Roja del Patrimonio de la asociación Hispania Nostra. Los españoles, como nos pasa con frecuencia en otros ámbitos, nos despreocupamos absolutamente de nuestros monumentos y nuestra cultura. “Son cuatro piedras nada más”, te responde con frecuencia algún paisano cuando preguntas en un pueblo por las indicaciones para llegar a tal castillo o tal convento.

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    Vas a cualquier villa o pueblo y todos tienen que si un castillo, que si una torre; el palacio de algún noble o la iglesia parroquial

    España es el tercer país del mundo -por detrás de China y de Italia- con más monumentos y patrimonio artístico. Somos una potencia mundial de la cultura, vaya. Y pocos españoles lo saben. Vas a cualquier villa o pueblo y todos tienen que si un castillo, que si una torre; el palacio de algún noble o la iglesia parroquial.

    En los años 50 y 60 del pasado siglo aprendimos a explotar el turismo de sol y playa. El turismo cultural en España también ha tenido desde siempre una gran aceptación, pero me atrevería a decir que está muy concentrado en determinados monumentos y ciudades o pueblos concretos. La mayor parte de nuestro patrimonio se encuentra en un estado desolador.

    Pocos saben, por ejemplo, que la provincia de Palencia -una de las más despobladas de España- posee una de las mayores concentraciones de arte románico del mundo. O que en Teruel se encuentran las ruinas del majestuoso convento del Desierto, apodado “el Escorial de Aragón”. O que en el monasterio de Nuestra Señora de la Salceda, en Guadalajara, del que apenas resisten unas agrietadas paredes, vivió Gonzalo Ximénez de Cisneros, quien luego sería regente de la monarquía y arzobispo toledano. O que el castro de Ulaca en Ávila es uno de los monumentos vetones mejor conservados.

    Ermitas, palacios, cenobios, castillos y fortalezas son testigos de la grandeza de miras de nuestros antepasados

    Pero, ¿nos interesa nuestra historia? ¿No abominamos de ella? ¿No miramos al pasado como si el nuestro hubiese sido vergonzante en lugar de glorioso? Ermitas, palacios, cenobios, castillos y fortalezas son testigos de la grandeza de miras de nuestros antepasados. Y de su sentido estético.

    “Pero en España se dedican bastantes recursos a la reconstrucción de sus monumentos”, puede aducir alguien. Se dedican, pero no suficientes. Tenemos dinero (o lo teníamos antes de la crisis) para dilapidarlo en construir un gigantesco centro cultural, feo y hortera, a la mayor gloria del arquitecto del momento (y del concejal que se lleva su comisión). Un centro cultural, sí, porque electoralmente sale más rentable que restaurar “las cuatro piedras” que llevan en el pueblo desde tiempos inmemoriales.

    También hay dinero para mantener radios y televisiones municipales y autonómicas, que son un verdadero agujero negro económico; o para regalar condones a jóvenes y adolescentes y educarles en no sé qué rarezas sexuales; o para construir aeropuertos fantasma, pero para el arte, la cultura y los monumentos no hay dinero.

    Un amigo, que trabajaba en el ayuntamiento de un pequeño pueblo de los alrededores de Madrid, me contó que cerca del 20% del presupuesto municipal se destinaba a las fiestas patronales. “Y no se te ocurra rebajar la cuantía. La oposición se te echaría encima y la gente, como vea que traes toros peores que los del año pasado o que acortas las fiestas, se levantaría en armas. Prefieren tener unas fiestas que sean la envidia de todos los pueblos de los alrededores a que les arreglen una acera”, aseguraba. Si la acera les da igual, imagínense el palacete abandonado que se está hundiendo. Ésa es, lamentablemente, la forma de pensar de muchos españoles.

    Pan y circo. Lo de siempre.

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