
Me ocurre con cierta frecuencia. Estás en una reunión o en un debate hablando sobre temas que, supuestamente, sólo defiende la derecha política: la libertad de los padres a escoger la educación de los hijos mediante el cheque escolar; el derecho a la vida; la unidad de España; un sano y no excluyente amor a la patria; la familia (eso que ahora algunos llaman “familia tradicional”) y demás.
Al poco rato te viene alguien o te escribe un tuit diciendo que tienes razón, que habría que meter en la cárcel a todos los separatistas; que los catalanes y vascos –todos ellos, sin excepción- se vayan a hacer puñetas; que “ni perdonamos ni olvidamos”; que “todos los maricones y bolleras son una panda de enfermos” y no sé cuántas lindezas más.
Algunas personas creen que La Sexta da información.
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Suscríbete ahoraPor lo general, me quedo observando al entusiasta interlocutor. “¿De verdad crees que por defender la unidad de España ya se presupone que hay que mandar al carajo a todos los catalanes y vascos? ¿Cómo diantres haces esa conexión de ideas?”, le pregunto. Por lo general, te acaban mirando con recelo. No eres de “los suyos”, cosa que me alegra enormemente.
Desconfío del que para defender sus ideas despelleja al oponente
No me gusta la derechona. No me gusta y no entiendo a los que se empeñan en vivir en la trinchera, viendo a los demás como el enemigo a batir. Desconfío del que, para defender sus ideas (que muchas veces comparto), da un paso más y despelleja sin misericordia al oponente. Si no le acompañas en el insulto, ya te conviertes en sospechoso.
No basta con que, por ejemplo, los dos defendamos la unidad de España; también hay que ridiculizar a catalanes y vascos. A todos ellos. Parecen no darse cuenta de su incoherencia, ya que, en su amor a España, va implícito el amor a Cataluña y al País vasco.
No me gustan los inflexibles, los de “ni olvido ni perdono”, porque se creen más justos que nadie. Les parece una ingenuidad creer que las personas puedan arrepentirse y cambiar (ellos, por supuesto, jamás han errado; siempre han estado en la verdad plena). No me gustan los moralistas, los que dicen en todo momento lo que está bien o mal pero nunca tienen en cuenta a la persona y sus circunstancias. Eso sería debilidad.
No me gustan los que se cuelgan la etiqueta de cristianos pero desprecian al borracho
No me gustan los que se cuelgan la etiqueta de cristianos pero desprecian al borracho, a la fulana de la esquina, al marica y al yonqui tirado en un soportal. “Que no se hubiera metido en drogas”, es su explicación más acertada. Y se encogen de hombros. Lo que estén sufriendo o pasando esas personas les importa un pimiento. Interesarse por ellas sería sentimentalismo. Ya que se dicen cristianos, el Evangelio tiene una palabra para estos defensores de la moralidad más rigorista: fariseos. “Atan cargas pesadas y difíciles de llevar y las ponen sobre los hombros de los hombres; pero ellos no están dispuestos a mover un solo dedo para ayudarles” (Mt, 23, 4).
No me gustan los que separan la verdad de la caridad. No me gustan los que quieren que les acompañes en su cruzada por defender la verdad machacando sin contemplaciones al oponente. Que no cuenten conmigo para eso.
En fin, que no me gusta la derechona. Que entiendo que le produzca arcadas a la izquierda, porque a mí también me provocan rechazo. Mis queridos y escasos lectores me pueden encontrar en la búsqueda de la verdad. Ojalá hagamos juntos ese camino. Es apasionante.