
Las elecciones catalanas nos han desviado la atención de otras declaraciones de los políticos, como las de Albert Rivera. Sin ningún tipo de rubor ha clamado por un estado laico, con la patria como Dios, y sus símbolos como liturgia.
El pasado jueves, las elecciones regionales en Cataluña ponían punto y final al enésimo capítulo de la tragicomedia que tiene en vilo a toda España y a parte de Europa, que esperan la siguiente entrega con su consecuente inesperado desenlace.
Algunas personas creen que La Sexta da información.
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Suscríbete ahoraNo abundaré en los detalles de una campaña que hemos vivido como si hubiésemos estado convocados a las urnas todos los españoles, ni en la pírrica victoria de Arrimadas, más moral que efectiva, en el descalabro apocalíptico del partido en el Gobierno nacional, o en el respaldo de una sociedad a un tipo cobarde y huido de la justicia, que define con más contundencia a los electores que al elegido.
Pero me resulta imprescindible destacar unas declaraciones que, dentro de la contienda y a pocos días de las votaciones, realizó el líder nacional de Ciudadanos, Albert Rivera, en el programa matinal de Federico Jiménez Losantos, en EsRadio.
A cuenta de los símbolos nacionales, y la consideración de la Junta Electoral de identificar las banderas española y catalana como «partidistas», el líder naranja afirmaba que, cuando viaja a Estados Unidos y ve «que la gente, con normalidad, usa sus símbolos nacionales, su Constitución, en fin, hacen una liturgia incluso civil de todo eso, me parece que es fundamental», porque, continuaba, «cuando un país es aconfesional, la única liturgia que te queda es la liturgia civil; y la liturgia civil es eso».
«Cuando un país es aconfesional, la única liturgia que te queda es la liturgia civil; y la liturgia civil son sus símbolos nacionales»
No seré yo quien reste importancia al uso natural, común, e incluso necesario de los símbolos comunes, que nos representan a todos y que deben presidir cualquier acto, evento o reunión, por pequeño y rutinario que sea.
En este punto, no sólo no disiento un ápice con Rivera, sino que estoy convencido de que es la fuerza que ha aupado a su candidata catalana a ser la más votada, y el fundamento que los hará seguir creciendo en toda España.
Sin embargo, hemos de tener en cuenta que la comunicación es tan amplia que cuando se habla, nunca se dice sólo lo que se pretende, sino que se lanzan mensajes más fuertes que aquel que el propio autor desea y, en la mayoría de los casos, al escaparse del control de lo meramente consciente, mucho más sinceros.
Y en su encendida defensa de nuestros emblemas, se le coló otro de sus deseos profundos: el establecimiento definitivo de una «liturgia civil» que, además, habrá de ser la «única». Por algo, en la misma entrevista y segundos antes, Rivera aludía a la laica República Francesa, y se deshacía en elogios hacia su Presidente, Emmanuel Macron.

En ese sentido, Ciudadanos no representa ninguna diferencia respecto a las políticas y los miembros del Partido Popular o el Partido Socialista. Muy al contrario, parece querer adelantarlos por la vía de en medio.
El partido naranja nunca publicará, como ha hecho Izquierda Unida en la Comunidad de Madrid, una fotografía de un árbol de Navidad ardiendo. Son menos burdos que los cuatro radicales y exaltados que le quedan a la formación comunista, bastante más aseados, e infinitamente más cívicos.
Pero su camino está igualmente trazado y me temo que, en eso, no tienen intención de virar. Su modelo está inspirado en la laicista República francesa, y da la sensación que la simple definición de España como Estado «aconfesional» se les antoja insuficiente.
La «liturgia», propiamente dicha, y según definición de la Real Academia, es el «orden y forma con que se llevan a cabo las ceremonias de culto en las distintas religiones». Culto que, a la postre, sólo puede ser dirigido hacia la divinidad, para lo que hay que reconocer, primero, a una deidad, y después, resituar a la persona en su justa medida en relación con ésta.
Para que exista un a «liturgia civil», ha de construirse, necesariamente, una «divinidad civil» a la que rendir tal culto. Y donde hay un dios, no puede haber dos.
Por tanto, para que exista un a «liturgia civil», ha de construirse, necesariamente, una «divinidad civil» a la que rendir tal culto. Y donde hay un dios, no puede haber dos.
La Revolución Francesa convirtió sus principios de «Libertad, Igualdad y Fraternidad» en un Credo laico, y silenció las campanas de las iglesias galas para que el espacio público, incluido el sonoro, sólo estuviese ocupado por la beligerante Marsellesa.
De este modo, el Dios cristiano quedaba desterrado y condenado a la privacidad de las casas y los templos, mientras que el dios-Estado comenzaba a marcar los nuevos valores republicanos que regirían al pueblo francés.
España, con la Constitución de 1978, quedó definida como un Estado aconfesional, esto es, un país donde ninguna religión tendría carácter oficial, pero donde el propio hecho religioso ha de ser respetado y valorado como tal.
Es cierto que en estos cuarenta años, la izquierda nunca lo ha acabado de entender, y quienes representaban a la derecha tampoco han tenido mucho interés en explicarlo y, mucho menos, en reivindicarlo.
Pero lo que hasta ahora no se había propuesto (o, al menos, desde un partido que sostiene al Gobierno de la nación, y a otros tantos autonómicos y locales) era estructurar una religión laica y estatal al más puro estilo de la masonería clásica.
Como he indicado, donde hay un dios, no puede haber dos. Y donde se pretende rendir culto a una bandera o a un sistema político -llámese democracia, o póngase el nombre que se quiera-, y establecer una liturgia en torno a estos, no cabe ningún otro, salvo que esté supeditado y controlado por el primero.
En ese sentido, las llamas que queman el árbol con el que IU felicita la Navidad, me rechinan tanto como las educadas y protocolarias palabras del líder catalán.
Los cristianos aprendimos de Jesús que habremos de dar «a Dios lo que es de Dios, y al césar lo que es del César»; pero además, recibimos de Él la confirmación del primer Mandamiento: «Al Señor tu Dios adorarás, sólo a él darás culto» (Mt 4, 10).
Por estas Palabras, incontables cristianos fueron martirizados en los primeros tiempos de la Iglesia, cuando el culto al Emperador, en su calidad de deidad, era obligatorio para ciudadanos y súbditos del Imperio.
Hoy, superado aquel paganismo que parece querer volver a imponerse, y con sobradas constataciones históricas de la catástrofe que implica rendir culto divino a banderas, personas y regímenes políticos, muchos sabemos que sólo hay una forma en la que doblar la rodilla e inclinar la cerviz sean signo y señal inequívoca de libertad frente a los poderes del mundo: cuando se hace ante el Niño que acaba de nacer en Belén.
Estos días, frente a los cantos de sirenas, a las liturgias civiles y a las piras del odio, «a los que habitaban en tierra de sombras de muerte, les ha brillado una luz»(Is. 9). Una luz de Libertad. ¡Feliz Navidad!