
Los atentados perpetrados por varios terroristas islamistas en Cataluña nos provocan una gran inquietud. La cabeza nos dice que la misma que nos debían haber procurado los atentados de París, o Niza.
Pero los medios de comunicación, nuestra búsqueda de consuelo e incluso el sentido común, nos dicen que la Policía es más eficaz aquí en España. No es que sea razonable que nuestros policías sean mejores que los franceses, sino que es un hecho que nuestras fuerzas armadas detenían célula tras célula, y que esa era la única noticia que daban los terroristas por Alá. Hasta ahora.
Algunas personas creen que La Sexta da información.
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Suscríbete ahoraLos atentados han demostrado que somos vulnerables, que la calle es un lugar amenazante, que la seguridad sólo se puede alcanzar recluido en la propia casa. Decía Hitchcock que el terror está en lo cotidiano. Una invasión extraterrestre nos empequeñece, muestra nuestra vulnerabilidad, pero en el fondo sabemos que es imposible. No. El terror habita en la ducha. O en un paseo por Las Ramblas.
Lo que causa miedo es también la conciencia de que somos muy frágiles. Lo somos porque vivimos en una sociedad capitalista, en una sociedad libre. Ludwig Lachmann ya destacó la fragilidad de una economía capitalista por el carácter complementario de los bienes de producción. Ningún bien produce si no es con otro, y si nos privamos de uno de ellos, muchos otros quedarán yermos, bienes inútiles, melancólicos, como piezas de museo. Imaginen una ciudad sin luz, por ejemplo.
Pero la sociedad libre tiene otras fragilidades. La nuestra es una economía repleta de bienes que se merecen el nombre genérico que les hemos dado y nos sirven constantemente para hacer nuestra vida mejor. Nos sumergen en el sueño de que no somos animales. Nos permiten recrearnos en lo que es más puramente humano. Multiplican nuestras experiencias, crean otras nuevas, nos llevan a terrenos desconocidos, algunos de ellos inventados. Hacen de la satisfacción de nuestras necesidades básicas un arte.
El terrorismo puede revertir los frutos de la civilización contra ella.
Pero al igual que sirven para el bien, muchas de ellas se pueden utilizar para el mal. El gas calienta los hogares y ahogaba a los judíos por decenas en la Alemania de los años 40’. Los medios de transporte masivos, como el avión o el tren, sabemos cómo pueden acabar. Unas bombonas de butano pueden contener mucha muerte. Un coche, una furgoneta, un camión. Una combinación explosiva en una olla. Un cuchillo. El terrorismo puede revertir los frutos de la civilización contra ella.
No es nuestra única fragilidad. La civilización consiste en dar pasos entre la tribu y la ciudadanía. Esos pasos permiten transitar de los lazos de la pertenencia a los del sometimiento a unas normas comunes para una sociedad abierta, varia, cambiante, libre. Parte de esas normas tienen carácter punitivo, o consecuencial, como el Derecho. Otras son de carácter moral, y afectan al comportamiento personal. Unas y otras han facilitado que las sociedades se mezclen, y en un mismo territorio, en una misma sociedad, viven personas de procedencia distinta. Una sociedad libre es una sociedad acogedora. Y acoger a fieles del Islam supone enfrentarse a varios problemas.
Uno de ellos es que el Islam no es como el cristianismo: No es sólo una creencia trascendente, una religión organizada, adherida a un conjunto de normas morales. El Islam es totalizador y refractario, con lo cual el fiel de Alá intentará reproducir allá donde vaya sus propias normas, sin tener en cuenta las de la sociedad de acogida.
Y, por lo que se refiere al terror, que es de lo que estamos hablando, todo fiel tiene como recurso la yihad. Una yihad entendida como el crimen con motivaciones que están entre la política y la religión; dos términos que se funden en la cosmovisión islámica. El seguidor de Alá puede dejarla a un lado, puede condenar su uso en infinidad de ocasiones, puede no ejercerla nunca. Pero siempre está ahí.
Y es imposible descartar que tu vecino, ese buen chico, pase a hacer lo necesario para reunirse con cien huríes
Y en las circunstancias propicias (juventud, vida desordenada, coqueteos con el crimen), se presenta como una salida de este ingrato mundo por una puerta que lleva a la gloria. Y es imposible descartar que tu vecino, ese buen chico que nunca había cometido actos terroristas, pase a hacer lo necesario para reunirse con cien huríes.
De modo que somos frágiles ante el terrorismo, y especialmente ante el islámico. ¿Quiere decir eso que somos impotentes? Parcialmente sí. No podemos prever que alguien digiera mal el Corán, o El Capital, y se dedique a matar gente en nombre de su religión. Pero lo que no estamos es inermes. Tenemos que hacernos cargo del valor que tiene formar parte de nuestra sociedad, y defender nuestras normas. Y ello exige ser exigente con quien viene de fuera y no se atiene a ellas. Y expulsarlo si es él quien no acepta la sociedad de acogida. Sólo premiando con la acogida a quien asume las normas del país donde va puede haber una integración plena. Pero no tenemos ni conciencia de pertenecer a una sociedad, ni fibra moral para defenderla.
En definitiva, somos frágiles.