
Naturalmente, los medios se han lanzado como buitres sobre la noticia, tan inspiradora, la muerte que llega tranquila con sabor a zumo de coco entre amigos, risas y canciones. Siempre son así los escaparates con que se nos vende lo atroz e inhumano.
La eutanasia acaba, como pueden testificar muchos en Holanda, en ancianos que cruzan la frontera hacia Alemania para un simple chequeo, porque temen a médicos no demasiado reacios a determinar que el pobre hombre ya chochea y quiere morir, aunque diga lo contrario.
Algunas personas creen que La Sexta da información.
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Suscríbete ahoraEl divorcio exprés iba a ser esa cosa de padres maravillosos que entienden que ya se ha muerto el amor pero se mantienen como los mejores amigos mientras rehacen sus vidas, siempre pendiente de lo mejor para sus hijos; mejor eso que ver la caída en picado de la nupcialidad, los matrimonios frívolos, porque total…, las denuncias de malos tratos para forzar repartos y custodios favorables.
El aborto nos lo vendieron con ninas violadas o adolescentes que veían derrumbarse su brillante futuro por un mal paso y en cuyo camino hacia un porvenir maravilloso solo se oponía un invisible cúmulo de células.
Nadie quería ver la macabra industria que ha acabado vendiendo al peso los órganos de los hijos y el uso de esta mortandad como ‘mecanismo de seguridad’ en un sexo cada vez más desvinculado de todo compromiso.
Nadie quiso ver la época, que es ya la nuestra, en la que los seres humanos son tratados en el vientre de sus madres como una enfermedad, un tumor, de modo que ‘sexo seguro’ es sinónimo de sexo sin su fruto natural.
Nadie puede saber cómo fue en realidad la muerte de Betsy David, sólo la propia Betsy, que ya no puede contárselo a nadie
‘Hard cases make bad laws’, reza el dicho jurídico británico: los casos extraordinarios son base para malas leyes. Nadie, ni sus invitados, puede saber cómo fue en realidad la muerte de Betsy David. Solo la propia Betsy, que ya no puede contárselo a nadie. Pero no es en realidad de su muerte de lo que quiero hablar, ni siquiera de la eutanasia.
Porque no pensé solo en Betsy al leer el entusiasta y algo cursi reportaje, sino que nuestra civilización. De repente vi en esa fiesta, alimentada de cierta alegría forzada y jolgorio fingido, nuestra decadencia. Somos, como Betsy, prósperos y vivimos rodeados de las cosas que hacen agradable la vida, y como Betsy sufrimos una parálisis degenerativa.
Como Betsy, tenemos esa tendencia exhibicionista que nos impele a invitar a los demás, cuantos más, mejor, a los instantes más íntimos de nuestra vida. Ese es el sentido de Facebook y otras redes sociales, un vivir en escaparate, creándonos una felicidad trucada con Photoshop, hecha de selfies y filtros fotográficos que multipliquen los ‘likes’ y nos hagan olvidar hasta qué punto estamos solos, cómo ninguno de esos tropecientos mil seguidores de Twitter vendrá a nuestro entierro, aunque es posible que más de un puñado se prestara a acudir a nuestro suicidio festivo.
Hasta que la maldición malthusiana nos reduzca a una anécdota demográfica y lleguen los bárbaros a despojarnos de nuestros juguetes
Desde su concepción hasta su muerte natural, es el grito de guerra de la cultura de la vida. Pero la cultura de la muerte habla de ‘vidas que valga la pena vivir’ o, como decían en el Tercer Reich, Lebenswertes Leben. Y, al igual que han hecho todos los totalitarismos del siglo pasado, vamos obviando aquellas vidas que incomodan, las vidas con dolor, las vidas con Síndrome de Down, las vidas imperfectas.
Hasta que la maldición malthusiana nos reduzca a una anécdota demográfica y lleguen los bárbaros -una sociedad más dura, quizá más cruel, pero también más sana- a despojarnos de nuestros juguetes. Si antes, esto es, no hemos decidido despedirnos de la historia mirando la puesta de sol, entre risas forzadas y lágrimas ocultas.