Cruda realidad / El silbido ‘retrechero’, delito de odio

    Ahora la vicepresidenta y ministra de Igualdad con el nuevo gobierno de Pedro Sánchez, Carmen Calvo, quiere que todo acto sexual entre hombre y mujer sea bajo consentimiento explícito, si no, sería considerado abuso o violación.

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    La vicepresidenta y ministra de Igualdad, Carmen Calvo / EFE.
    La vicepresidenta y ministra de Igualdad, Carmen Calvo / EFE.

    La vicepresidente del Gobierno, la ínclita Carmen Calvo del «ni dixi ni pixi», ha declarado su intención de incluir en el Código Penal que todo encuentro sexual deberá incluir el consentimiento expreso de la mujer para que no se considere delito contra la libertad sexual.

    Y en Gran Bretaña quieren incluir en sus leyes el clásico silbido admirativo del varón a la hembra como ‘delito de odio’. No se me ocurre odio más extraño, pero sigamos.

    Algunas personas creen que La Sexta da información.

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    Me siento como uno de esos conejos que cruzan la carretera por la noche al paso de un coche y que, fascinados por los faros, es incapaz de reaccionar. Todo esto, no sé si lo ven, es la disolución. No solo es esa inflación de las leyes que, decía Tácito, era el rasgo de todo mal gobierno, sino que dinamita la seguridad jurídica más elemental y, sobre todo, incide en ese odio o, cuando poco, desconfianza que parecen decididos a sembrar entre hombres y mujeres.

    Lo primero es la anarcotiranía, que es el nombre adecuado para el régimen que vivimos en Occidente, y que podría definirse como una minuciosidad de solterona maniática en un sinfín de leyes y regulaciones que hagan imposible la vida normal, combinada con la absoluta incapacidad de hacer cumplir las leyes grandes; es, en suma, el caso de la policía británica, incapaz de meter en la cárcel a un tipo que tortura, viola y mata, porque su origen étnico podría hacer pensar en racismo, pero condenan a cinco años a quien hace un comentario desagradable en Facebook.

    Y, ahora, el silbido como ‘delito de odio’. Convengo en que puede resultar molesto. En mi caso, debo decir que lo he encontrado agradable o desagradable dependiendo más de mi estado de ánimo que de la circunstancia. Pero puedo dar fe que nunca he pensado que quien me silbaba me estuviera, precisamente, odiando.

    Con la enmienda de Calvo, la especie se extinguiría en una generación

    Ahora, imaginen el margen de arbitrariedad. ¿Cómo se denuncia eso? ¿Cómo se prueba que el hombre había silbado con intenciones admirativas o libidinosas, y no simplemente porque es un ciudadano libre al que le apetecía silbar?

    Eso, que parecería un fallo de la ley, es, sin embargo, algo buscado, porque permite al poder un amplísimo margen de maniobra para condenar o absolver según convenga.

    En cuanto a lo de la Calvo, es, directamente, hacer el 99,99% de las relaciones un delito a falta de denuncia. Todo varón que mantenga relaciones sexuales normales será culpable mientras no demuestre su inocencia con el oportuno documento firmado o grabación en la que su ‘partenaire’ exprese claramente su consentimiento.

    Ahora, solo puedo hablar por mí y por todas las mujeres con las que alguna vez he hablado de esto, pero no se me ocurre sistema más fulminante para romper el encanto del momento y que se quiten las ganas de todo que exigir un consentimiento expreso para el asunto. Es como si se me obligara por ley a reírme de un chiste: sería incapaz.

    Creo -no: estoy convencida- que con la enmienda de Calvo, la especie se extinguiría en una generación. Si se cumpliera, claro, que no se cumplirá en ningún caso.

    Mi civilización ha rebasado ya cierta línea invisible para adentrarse en un terreno de pura locura, de pleno disparate

    Pero precisamente por eso, porque nadie que no haya bajado de Alfa de Centauro en un platillo volante se entregaría a las voluptuosidades del amor precediéndolas de una prueba testimonial, ni tampoco es probable que se imponga la más absoluta abstinencia, la ley solo significaría que todos los hombres quedarían bajo el humillante arbitrio de las mujeres, que podríamos enviarles a la cárcel en cualquier momento.

    Imagínenlo por un momento. Imaginen a una amante despechada, o simplemente una mujer ambiciosa que desee algo del hombre y le chantajee con esto. ¿Qué puede hacer el varón? Nada, sino ceder o arriesgarse a ir a la cárcel.

    No hablamos de medidas que puedan criticarse, sopesarse, analizarse; nadie en su sano juicio deja de darse cuenta de que son inaplicables, sino como medio de dominación brutal de un grupo sobre otro. Y eso es lo fascinante, esas son las luces que me tienen paralizada, el darme cuenta de que mi civilización ha rebasado ya cierta línea invisible para adentrarse en un terreno de pura locura, de pleno disparate, que parece anticipar un violento golpe de timón o el descenso a los abismos.

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