Adictos al narcotráfico: Sicario, Narcos y compañía

    José María Aresté analiza el papel de la droga en 'Narcos'. Una serie que aborda la historia de la irrupción y consolidación del cártel de Medellín en la Colombia de los años 70 y 80 así como la lucha antidrogas del gobierno colombiano en colaboración con la Casa Blanca.

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    Fotograma de la película Narcos.

    La ficción audiovisual viene abordando en los últimos tiempos, con inusitada intensidad y de modo muy creativo la lacra de un capitalismo salvaje de nuevo viejo cuño, el enriquecimiento gracias a unas drogas que mueven más dinero que muchos estados legítimos.

    Dinero, maldito dinero. Su capacidad de corromper alcanza extremos que espantan. Más aún cuando procede del comercio con sustancias que arruinan la vida de tantas personas.

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    No hay más que pensar en ese formidable personaje llamado Walter White, el profesor de química de Breaking Bad, que empieza fabricando droga con la “buena intención” de costear el tratamiento de su cáncer y dejar resuelta la vida de su familia para cuando él no esté, y acaba convertido en capo frío y sin escrúpulos que disfruta con su lucrativo negocio.

    Queda lejos la postura de don Vito Corleone en la saga de El padrino, que no deseaba hacer dinero con la droga, a pesar de las presiones de otras familias mafiosas para meterse en tan lucrativo negocio.

    Cuando los principios morales se dejan a un lado, la tentación de lucrase con el narcotráfico aumenta

    Como el cine y las series televisivas nos muestran, basándose en hechos reales o inventando personajes y situaciones, el imperio de la droga promovido por los cárteles y grupos intermedios, no cesa. Y en tiempos de pensamiento líquido, donde los principios morales se dejan de lado o demuestran ser muy enclenques, la tentación de lucrarse con el narcotráfico es alta, muy alta.

    Recientemente una película –Escobar: El paraíso perdido– y una serie televisiva producida por Netflix, el gigante del streaming –Narcos–, se han inspirado en las andanzas del célebre narcotraficante colombiano Pablo Escobar, encarnado por dos buenos actores, el puertorriqueño Benicio del Toro y el brasileño Wagner Moura.

    Sobrecoge el poder que llega a acumular con la venta de drogas, y el modo en que desafía al gobierno o a la guerrilla, tanto le da, mientras gasta dinero en causas sociales que le procuran la simpatía popular, y hasta trata de autoconcederse legitimidad postulándose para la Cámara de Representantes en Colombia.

    En Narcos, que tiene detrás a cineastas iberoamericanos como José Padilha, responsable de la dinámica Tropa de élite, se refleja bien la mentalidad de nuevos y cutres ricos de los narcotraficantes, en que el dinero les sale literalmente por las orejas, de modo que lo gastan en lujos ridículos, e incluso esconden bajo tierra sacos enteros de billetes por la imposibilidad de blanquearlo, no saben qué hacer con él.

    Y por supuesto está la violencia salvaje, torturas, balaceras y secuestros, en lo que a veces supone una auténtica y muy estudiada puesta en escena cinematográfica –también los yihadistas se han pluriempleado en este sentido como cineastas–, con los cadáveres mutilados expuestos en lugares públicos para enviar un inequívoco mensaje.

    La droga produce escenas de tortura que ponen los pelos de punta

    Lo vemos en la Colombia de Narcos y Escobar, pero también en México, en la terrible Heli de Amat Escalante, en que ‘distraer’ un paquete de droga que la policía debía destruir da pie a unas escenas de tortura que ponen los pelos de punta.

    También en la incursión que hace un equipo estadounidense de operaciones especiales cruzando la frontera mexicana en Sicario, donde los cadáveres cuelgan de los puentes, para que su balanceo sirva de escarmiento.

    La película de Denis Villeneuve invita al espectador a identificarse con la protagonista Emily Blunt, una resolutiva agente del FBI, fichada por sus innegables cualidades para integrarse en un grupo de dudosa legalidad, del que forman parte agentes de operaciones especiales, tal vez la CIA, tal vez funcionarios mexicanos a los que mueven intereses no confesos.

    ¿Cómo se combate a un cártel que maneja tanto dinero, que puede comprar voluntades a su antojo y aterrorizar a quien haga falta? ¿Vale todo o hay que someterse al imperio de la ley y de los principios morales para enfrentarse al imperio del narcotráfico, en el que no existen reglas, lo que sea está permitido?

    Contrapunto a Blunt, que no desea vender su alma, están los cínicos personajes de Josh Brolin y Benicio del Toro, este último un actor que parece abonado a las historias ligadas a la droga, donde puede ser honrado policía (Traffic), narcotraficante (Escobar), o encontrarse en un terreno intermedio como el consejero pragmático de Sicario, que piensa que hay que hacer lo que haga falta para combatir a los narcos, aunque a la postre sus movimientos se encuentran impulsados por un primario sentimiento de venganza.

    Seguir la legalidad, vienen a decir estas producciones, supone jugar con desventaja. Y es que, ciertamente resulta insultante ver a Escobar instalado en “La Catedral”, una cárcel construida a su medida por el propio narcotraficante, y el presidente colombiano César Gaviria debe manejar muchas variables a la hora de enfrentarse a ese hombre, incluidos la paz social y el riesgo de su propia vida: aceptar la ayuda estadounidense puede usarse para atacar su independencia y la entrega de la soberanía nacional; los familiares de personas secuestradas pueden ejercer una tremenda presión; y vivir en un clima de violencia permanente es un precio muy alto que invita a llegar a algún tipo de acuerdo o cesión, aunque pese.

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    Zaragozano, ingeniero de telecomunicación, crítico de cine. Director de decine21.com. Ha dirigido las revistas Cinerama, Estrenos y DeVíDeo. Autor de numerosas críticas, entrevistas y ensayos relacionados con el Séptimo Arte, ha publicado un buen puñado de libros de cine, entre los que destacan "Escritores de cine" y "En busca de William Wyler".