
Antes de dirigir Idol, el cineasta palestino Hany Abu-Assad entregó dos películas de estilo documental que pintan los problemas de Oriente Medio con tintes oscuros. La estremecedora Paradise Now, nominada al Oscar a la mejor película extranjera, seguía los pasos de dos jovenes palestinos, amigos desde la infancia, que se preparan para perpetrar un atentado suicida en Tel Aviv, llevándose el mayor número posible de vidas humanas por delante, según una macabra e inhumana lógica del terror. Mostrar sus razones, pero también sus miedos e incluso dudas morales, daba fuerza a un relato que no buscaba justificar estas acciones violentas y asesinas, pero sí entender lo que hay detrás de ellas. Mientras que Omar, situada en Cisjordania, tiene como protagonista justo al personaje con este nombre, que ve en peligro sus planes de boda por su participación en un atentado por el que muere un soldado israelí; capturado Omar, la única forma que tiene de preservar su futuro es convertirse en confidente del enemigo.
Como se ve, las tramas de estos dos títulos no son de las que te alegran el día. Por eso resulta reconfortante que en su nuevo film, Abu-Assad apueste por una historia más optimista, lo cual no significa cerrar los ojos a la realidad, al fin y al cabo Idol se basa en hechos auténticos, la peripecia de Mohammed Assaf en un programa televisivo egipcio para talentos musicales, “Arab Idol”, que sigue el esquema de otros como “American Idol”, o en España, “Operación Triunfo”.
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El telón de fondo se repite, el conflicto palestino-israelí sigue ahí, con los territorios ocupados y la dificultad para cruzar fronteras y acceder a una vida mejor. Pero se incide en la idea de cómo el “palestinian dream”, aprovechar una voz prodigiosa para abrirse paso en el mundo de la música, resulta posible. Y en el caso de Assaf con el reto añadido de que se siente responsable ante mucha gente de ganar el concurso televisivo, pues él es el único representante palestino, ha logrado que le tengan en cuenta en el casting casi de milagro, y muchas personas olvidan por unas horas las dificultades y tensiones cotidianas, viéndole cantar e identificándose con él.
Idol está contado en dos tiempos, el primero cuando Assaf es un nino y con su encantadora hermana, todo un carácter, y dos amigos, forman una banda musical que se gana un dinero cantando en bodas y otros eventos. La camaradería de esos momentos resulta entrañable, y a la vez se apunta que en la vida no todo es maravilloso, que hay que luchar, y que existe el dolor, como se ve en lo referente a la enfermedad de la pequeña. Luego, la etapa adulta nos muestra que cada uno ha seguido su camino, pero que siempre es posible actuar para trazar la propia ruta, lo que en el caso de Assaf pasa por desarrollar con constancia y trabajo su talento natural para el canto, sin dejar pasar la oportunidad que asoma en el horizonte.

A pesar de la violencia y las injusticias de las que nos dan cuenta puntual los medios de comunicación, existe un buen puñado de películas sobre Oriente Medio que, admitiendo la complejidad de la situación, invitan al diálogo y a la comprensión del otro, de modo inteligente y esperanzado.
No quiero dejar de recomendar al respecto dos títulos preciosos, El hijo del otro de Lorraine Lévy –el intercambio por error de dos ninos al nacer en un hospital por un bombardeo, uno palestino, el otro judío– y Los limoneros de Eran Riklis –la vecindad de una viuda palestina, que cuida un limonar de su propiedad, con la residencia del ministro de defensa israelí–, ambos producciones israelíes. Quién sabe si el cine puede lograr ese diálogo y entendimiento que los políticos parecen incapaces de emprender y culminar.