
A veces resulta arduo explicar de modo didáctico las cuestiones económicas. Michael Lewis lo consigue en su libro La gran apuesta y, más difícil todavía, Adam McKay también, con la magnífica película homónima, nominada a 5 Oscar, incluido el de mejor film. Básicamente nos cuenta, siguiendo a diversos personajes, cómo se gestó la crisis financiera global de 2008. Lo hace con humor irónico, McKay ha dado pasos de gigante como director y guionista desde que entregara comedietas tan olvidables como Hermanos por pelotas.
Todo empezó con la venta de bonos de deuda hipotecaria. Se trataba en principio de un producto transparente y seguro, porque los beneficiarios de un préstamo para pagar su vivienda eran personas solventes y fiables, que puntualmente afrontaban lo que debían. Pero lo sencillo puede volverse complicado, y la deuda hipotecaria troceada y bien calificada se empaquetaba con otra más dudosa, y el nuevo producto recibía un nombre exótico, y la calificación no bajaba.
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Resultado: productos cada vez más opacos y con más morralla. Además, como se vendían muy bien, y eran supuestamente seguros, se necesitaba más deuda para fabricar más paquetes, con lo que se concedía con temeridad crédito para la vivienda a personas que tarde o temprano no podrían pagar. El colapso tenía que llegar, pero el ser humano se autoengaña con enorme facilidad, y hasta que no ocurrió el desastre, aquello parecía el Titanic, con la orquesta tocando en cubierta y aquí no pasa nada.
A toro paso todo el mundo arremete contra la artificiosidad que ocultaba una verdad, la del valor ínfimo de los bonos basura
Ahora, a toro pasado, con tanta ruina, entidades quebradas y personas que se quedaron sin hogar, todo el mundo arremete contra la artificiosidad que ocultaba una verdad, la del valor ínfimo de los bonos basura. Y me pregunto si no pasará lo mismo pronto con otra gran engañifa, la montada en torno a la ideología de género y su visión reduccionista de la sexualidad humana, y de la que es botón de muestra La chica danesa, que cuenta la trayectoria de quien pasa por ser el primer transexual de la historia, el varón pintor Einar Wegener, luego, tras someterse a una cirugía experimental que aceleró su muerte, conocida como la mujer Lili Elbe.
Vivimos tiempos de debate superficial, cuando no se acepta la existencias de verdades, todo es relativo, no se puede llegar a ninguna conclusión, se puede defender una cosa y su contraria, hasta terminar hablando de banalidades. Por ejemplo, recuerdo un artículo de hace unos meses en el New York Times donde, ante la nueva hornada de películas y series sobre el cambio de sexo –además de La chica danesa, están About Ray, Tangerine y Transparent–, lo que más preocupaba era si los transexuales deberían ser interpretados por actores transexuales. Es lo que se llama tomar el rábano por las hojas, pienso.

Según este planteamiento Eddie Redmayne no debería protagonizar La chica danesa, aunque claro, entonces el ganador del Oscar por La teoría del todo tampoco debería haber encarnado al científico Stephen Hawking, el papel debería haber sido reservado para algún actor astrofísico con ELA, seguro que hay muchos donde elegir.
No conozco los detalles de la vida y la muerte de Einar Wegener-Lili Elbe, me tengo que guiar por la película de un director como Tom Hooper, responsable de la magnífica serie histórica John Adams, y de títulos tan populares como El discurso del rey y la adaptación fílmica del musical Los miserables.
En la pantalla veo un gran esfuerzo de producción para recrear Copenhague y Dresde en las primeras décadas del siglo XX. Los actores son buenos… y sin embargo… no dejo de tener la impresión de que alguien ha empaquetado con mimo y preciosismo esteticistas todos estos elementos, incluido el sufrimiento sin duda real de una persona, que en el film llega a declarar, “Dios me hizo mujer y sólo tengo que curar la enfermedad de mi cuerpo de hombre”, lo que habla a las claras de una tremenda crisis de identidad de difícil resolución… Y me quiere dar unos bonos que no valen lo que pretenden, o dicho en castizo, gato por liebre, y ello en el fondo sin demasiada convicción.
Porque en lo que parece un matrimonio bien avenido, Einar y Gerda –una estupenda Alicia Vikander–, el modo en que se abre la caja de los truenos –a él le gustan las prendas femeninas, y ella se presta a vestirle de mujer y mostrarle en sociedad como su prima, a modo de broma que acaba yendo demasiado lejos– y se desencadena el conflicto, acaba siendo simplista y reiterativo.
La única interpretación validada del film es que hay un cuerpo equivocado y no una mente equivocada, y el amor consiste en escuchar al enfermo y hacer su voluntad
No deja de ser curioso que la única interpretación validada por el film es la que se autoconcede el protagonista, hay un cuerpo equivocado y no una mente equivocada, y el amor consiste en escuchar al enfermo y hacer su voluntad. No quiero ser irrespetuoso, pero si alguien se cree Napoleón, dudaría de su palabra, no creo que Napoleón se haya reencarnado y metido en el cuerpo equivocado; no es lo mismo, ya, pero…
Dicho esto, lo que se detecta es una fuerte presión del lobby LGBT por ocupar espacios en la sociedad y lograr reconocimiento –se podría trazar una historia de lo operado en el cine y la televisión, desde títulos como Philadelphia del ya lejano 1993–, dentro de una de esas importantes guerras de la cultura, la cuestión de la llamada ideología de género. Que lo que sonaba marginal pase a ser moneda corriente. Y la ficción audiovisual debe jugar su papel.
Tras el hito del matrimonio homosexual, parece que ahora se está poniendo el acento en el transgénero. Todo dentro de una mentalidad en que se transmite la idea de que lo importante es la libertad para decidir la propia identidad sexual, y donde a la familia estable de un padre, una madre, los hijos, paradójicamente, empieza a concedérsele un carácter marginal. Y con una atmósfera en que cualquier comentario que no siga la corriente debe hacerse sopensando cada palabra, no vaya uno a ser arrastrado por un vendaval que te convierte en paria.