El discurso del odio

    Lo cierto es que la cuestión de la persecución del "discurso de odio" es uno de los temas que ya está aquí y del que cada vez más políticos y organizaciones están haciendo bandera.

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    El obispo Juan Antonio Reig Pla y el cardenal Antonio Cañizares/Actuall.

    ¿Discurso de odio? Serán otros, porque yo solo expongo mis ideas con argumentos y educación. No tengo nada que temer.

    ¿De verdad? ¿Estás seguro? Una reciente conversación con un amigo que trabaja para Alliance Defense Freedom me ha hecho dudar seriamente de planteamientos como el anterior.

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    Lo cierto es que la cuestión de la persecución del «discurso de odio» (un neologismo, traducción directa del inglés hate speech, que a mí me sigue sonando extraño) es uno de los temas que ya está aquí y del que cada vez más políticos y organizaciones están haciendo bandera.

    Es un término ambiguo, pues no se menciona en ningún documento o tratado internacional sobre derechos humanos relevante y tampoco ningún tribunal internacional, incluido el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, lo ha definido con claridad. La Agencia de la Unión Europea para los Derechos Fundamentales, de hecho, usa el término en sentidos diferentes ¡en el mismo documento!

    La cuestión no es una broma y ya existen precedentes muy alarmantes. El código penal danés ya pena el insulto a la bandera de Naciones Unidas con dos años de cárcel. En Irlanda, el obispo Phillip Boyce fue denunciado en 2012 por «discurso de odio» por afirmar en una homilía que la Iglesia «estaba siendo atacada desde el exterior con las flechas de una cultura secular y atea«. Y ya se pueden imaginar el futuro que los promotores de leyes contra el «discurso de odio» le reservan para los Reig Pla o Cañizares del porvenir.

    Cuando el Consejo de Europa habla de «discurso de odio» para referirse a «cualquier forma de expresión que difunde, incita, promueve o justifica el odio racial, la xenofobia, el antisemitismo u otras formas de odio basadas en la intolerancia«, cualquiera puede darse cuenta de que aquí cabe casi todo.

    No estamos hablando aquí de perseguir las amenazas contra la vida o la integridad de alguien, un caso bien definido que todo el mundo está de acuerdo en que los Estados no deben permitir. Aquí los límites son mucho más etéreos y, en consecuencia, expansivos.

    ¿Sostener que se deben regular los flujos migratorios es ya un delito de discurso de odio? ¿Afirmar que ciertos estilos de vida no hacen bien a las personas y que, en consecuencia, no deben ser promovidos por los poderes públicos ni enseñados como una opción inocua en las escuelas se considera incitacion al odio basado en intolerancia?

    ¿Significa entonces que quieren meternos a todos en la cárcel por sostener en público lo que pensamos?

    Ya lo ven, la amenaza contra la libertad es seria. La definición imprecisa de lo que es discurso de odio permite una interpretación cada vez más invasiva, algo que a sus promotores no sólo no parece preocuparles sino que ven como una ventaja. ¿Significa entonces que quieren meternos a todos en la cárcel por sostener en público lo que pensamos? No será necesario. Bastará con algún caso ejemplarizante de vez en cuando.

    Su efecto (esta estrategia ya ha sido probada con éxito en otros ámbitos) será que la inmensa mayoría nos autocensuraremos por temor a que nos acusen de promover el odio. Y por si aún dudásemos, la perspectiva de una denuncia, con todos los costes que implica y la estigmatización y el juicio paralelo que conllevan, acabará por convencernos de que es mejor estar calladitos y no cuestionar los nuevos dogmas seculares.

    Por cierto, muchos gobernantes se frotan las manos con este tipo de delitos: por su propia indefinición pueden acabar significando cualquier cosa que las autoridades decidan arbitrariamente, lo que les confiere un enorme poder para controlar las opiniones de sus gobernados. El primer ministro británico, David Camerón, lo expresó de un modo que, si leemos atentamente, resulta aterrador, durante la presentación de la Ley contra el extremismo en el Consejo Nacional de Seguridad hace poco más de un año, en mayo de 2015:

    «Durante demasiado tiempo hemos sido una sociedad tolerante y pasiva, que le decía a sus ciudadanos: mientras obedezcas la ley te dejaremos en paz. Esto ha significado que hemos permanecido neutrales entre diferentes valores. Y esto ha ayudado a crear una narrativa de extremismo y agravios. Este gobierno pasará página con decisión sobre este planteamiento fracasado«.

    ¡Ya no basta con cumplir la ley para que el Estado nos deje tranquilos! Resuena de nuevo el grito de Saint-Just, ¡ninguna libertad para los enemigos de la libertad!, adaptado ahora al nuevo ídolo al que sacrificar la vida en común de los hombres: ¡ninguna tolerancia para los intolerantes! (Y ya sabemos que los intolerantes somos, al final, casi todos). ¿Reaccionaremos a tiempo o contemplaremos, pasivamente, cómo el delito de discurso de odio va avanzando, paso a paso, hasta alcanzarnos a nosotros mismos?

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