Cruda realidad / Hillary celebra el aborto legal el mismo día que su hija celebra su embarazo

    Tiemblo al pensar cuál pueda ser el juicio que nos corresponda como sociedad, una sociedad donde el lugar más inseguro para la vida de un niño no es un barrio marginal o un hogar pobre, sino el vientre de su propia madre. Es la voluntad cambiante de la mujer la que da o quita la humanidad. ¿No es fantástico?

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    HIllary Clinton y Planned Parenthood se han apoyado mutuamente en los últimos años.
    HIllary Clinton y Planned Parenthood se han apoyado mutuamente en los últimos años.

    De todas las virtudes que sus forofos puedan citar sobre Donald Trump, hay una en particular que las eclipsa a todas; de todos los defectos que el mayor trumpófobo pueda alegar contra el presidente norteamericano, tiene una cualidad que los redime igualmente a todos: no es Hillary Clinton.

    Sospecho que para muchísimos americanos que dieron la victoria al millonario fue lo que más pesó, con diferencia: la alternativa. Hillary Clinton no es solo una mujer consumida por la ambición, un remedo de Lady Macbeth con más cadáveres en el armario que Barbazul. Es malvada. No sé decirlo de otro modo.

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    Porque tiene que ser malvada, fría como un pez, con una sordera absoluta para la más elemental empatía humana para brindar por el aborto el mismo día, el mismo, en que su hija Chelsea anunciaba que está embarazada del tercer nieto de ese virago. ¿Qué tipo de mujer se toma su tiempo para recordar al mundo su regocijo ante la idea de que las madres pueden deshacerse legalmente del fruto de sus entrañas antes de que nazca el mismo día en que se entera de que va a ser abuela por tercera vez? Se necesita un tipo muy especial, me temo.

    Es un tema, el del aborto, que mis lectores saben que aborrezco y evito, porque me gusta escribir con cierto distanciamiento de los asuntos, por terribles que resulten, y con este me es imposible. Tiemblo al pensar cuál pueda ser el juicio que nos corresponda como sociedad, una sociedad donde el lugar más inseguro para la vida de un niño no es un barrio marginal o un hogar pobre, sino el vientre de su propia madre.

    El aborto es el sacramento de la posmodernidad; renunciarán a todo antes que a él, porque intuyen que cuando desaparezca este horror tendrán que enfrentarse a lo que han hecho o consentido

    Y en estos días hemos leído en medios y redes sociales una verdadera orgía de parabienes al aborto, después del primero legal cometido en Argentina y, sobre todo, de que el Estado de Nueva York aprobara una ley de la que es difícil no decir que consagra el infanticidio, porque los resultados son idénticos. La ley en cuestión permite matar a las 14:26 el niño que iba a nacer a las 14:27, y dejar morir al ‘feto’ abortado al que sus verdugos clínicos no han logrado finiquitar con sus instrumentos de muerte.

    Ya hemos dicho que el aborto es el sacramento de la posmodernidad; renunciarán a todo antes que a él, porque intuyen que cuando desaparezca este horror tendrán que enfrentarse a lo que han hecho o consentido, y porque saben que detrás de con el fin del aborto legal empezará a cerrarse esa letanía de horrores sociales que inició la malhadada Revolución Sexual de los sesenta.

    Dios enloquece a quienes quiere perder, decían los griegos, y todo lo que se refiere al aborto es patológico, de psiquiatra. Quieren hacernos creer, por ejemplo, con leyes como esta, que el mismo ser puede considerarse un amasijo de células sin humanidad que se extirpa como un abceso y, un minuito después, convertirse en un sujeto dotado de un sinfín de derechos y protecciones legales. Imaginamos que al pasar por el canal uterino llega un hada, toca el feto con su varita mágica y -¡plof!- lo convierte en un ser humano. Y estos son los que se ríen de los creyentes.

    Parafraseando el título de la célebre novela de Dickens, podríamos escribir la Historia de Dos Nonatos, con la ventaja de que no tendrían que ser dos, sino uno con dos destinos brutalmente diferentes. En el primero, digamos, el hijo de que está embarazada Chelsea Clinton, no solo se les espera con emoción sino que, estoy seguro, es ya denominado ‘niño’ o ‘niña’ aunque aún queden meses.

    Ignoro si Chelsea se vigila cuidadosamente para no meter la pata y se reprime en este sentido, pero sí he conocido decididas abortistas, de las que te explican con el fervor de un misionero la patraña del amasijo de células, que, embarazadas, hablan invariablemente de ‘él’ o ‘ella’, le ponen música, espían sus movimientos y en ningún momento se refieren al niño que llevan como otra cosa que eso: un niño, un ser humano.

    En el segundo, Chelsea estaría embarazada de ese mismo niño en un momento en que le resulta inconveniente. Esa inconveniencia puede ser incluso sobrevenida, que lo desee originalmente y que se decida por su eliminación más tarde. En ese momento, el mismo ser del que se habla y al que se habla como un ser humano pasa a ser un parásito informe del que uno puede deshacerse con alivio y sin remordimiento.

    ¿Y cuál es la diferencia entre ambos casos que, insisto, puede tratarse del mismo? El deseo de la madre. Es la voluntad cambiante de la mujer la que da o quita la humanidad. ¿No es fantástico? Porque todos nacemos exactamente igual, y esa espada de Damocles que pende sobre todas las criaturas humanas que aún no han nacido desde que el aborto es un mero ‘procedimiento médico’ me hace ver a todos los jóvenes y niños con los que me cruzo como personas indultadas, y pienso en la devaluación de la dignidad humana que se deduce naturalmente de saber que fue el capricho de otra persona el que decidió que eras humano.

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