Epidemia de suicidios por desesperación en Estados Unidos

    El autor reflexiona sobre uno de los mayores problemas del siglo XXI, el suicidio, que asola como nunca a EEUU y se pregunta por las causas y las posibles soluciones.

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    3.910 personas se suicidaron en España en el año 2014. / Pixabay
    3.910 personas se suicidaron en España en el año 2014. / Pixabay

    Hace ya mucho tiempo que sabemos que el estudio de los suicidios que se cometen en una sociedad nos aporta información clave sobre el estado de la misma. Ha llovido mucho desde los estudios, ya clásicos, de Durkheim… y sin embargo preferimos, en demasiadas ocasiones, mirar hacia otro lado.

    Ocurrió en las últimas elecciones estadounidenses: el aumento de suicidios entre los varones blancos con recursos medio-bajos y bajos era una señal de alarma que pocos advirtieron. La narrativa oficial nos hablaba de un país idílico, en el que gracias al liderazgo de Barack Obama, la gente era más feliz y gozaba de más derechos y libertades.

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    Las estadísticas de suicidios decían lo contrario: al menos en porciones significativas de la población crecía un profundo y angustioso malestar. Trump sí lo detectó y supo aprovecharlo en provecho propio.

     El 17% de los estudiantes norteamericanos de high school han contemplado seriamente la idea del suicidio durante el último año

    Las cosas no han cambiado mucho y el fenómeno tienen un especial énfasis en la gente joven. Un estudio reciente ha destapado que el 17% de los estudiantes norteamericanos de high school han contemplado seriamente la idea del suicidio durante el último año.

    En el distrito educativo de Los Angeles Unified hemos pasado de 255 incidentes de comportamiento suicida o autolesiones deliberadas en 2010, a más de 5.000 en 2016. El premio Nobel de Economía, el profesor de Princeton, Angus Deaton, ha descrito el incremento en muertes por sobredosis, alcoholismo y suicidio, especialmente pronunciado en los nacidos desde 1975, como una auténtica epidemia, a la que ha calificado como “muertes por desesperación”.

    Esta epidemia, que ya ha hecho disminuir la expectativa de vida en Estados Unidos, se ha extendido por todo el territorio estadounidense: si en el año 2000 este tipo de fenómeno se concentraba en el Sureste del país, en 2007 había llegado a los Apalaches, Florida y la costa Oeste y en la actualidad ya ha alcanzado a todo el país.

    En ocasiones, ante la imposibilidad de diagnosticar qué les pasa a los jóvenes, se recurre a la “depresión” como un cajón de sastre en el que también caben aquellos que han perdido la esperanza y las ganas de vivir. Encuestas recientes nos hablan de que en la franja de edad entre los 12 y los 20 años el porcentaje de quienes han sufrido un episodio grave de depresión ha crecido un 37% desde el año 2005. Otro dato que avala la realidad de esta epidemia.

    Una epidemia que golpea por doquier, mostrando un aumento de las tasas de suicidios en todas las franjas de sexo y edad hasta los 75 años. Es cierto que la intensidad varía (por ejemplo, la tasa de suicidios entre las chicas con edades comprendidas entre los 10 y los 14 años se ha triplicado en los últimos 15 años), pero ya no podemos hablar de un fenómeno circunscrito a los hombres blancos sin estudios, sino que ha adquirido dimensión universal.

    Los estudios concuerdan en señalar el impacto de la desaparición de vínculos familiares, de la desorientación en un mundo relativista donde todo vale lo mismo

    Las causas, pues, no son reductibles a cuestiones meramente materiales, sino que las trascienden. Todos los estudiosos del tema concuerdan en el impacto de la fragmentación social, de la soledad (los Estados Unidos han pasado de un 20% de su población viviendo sola en 1980 a un 40% en la actualidad), de la desaparición de vínculos familiares, de la desorientación en un mundo relativista donde todo vale lo mismo.

    Las explicaciones basadas solamente en factores económicos son insuficientes: el suicidio adolescente, por ejemplo, es igualmente común y ha tenido un incremento parejo tanto entre los muy ricos como entre los muy pobres.

    Deaton señala que el aumento de suicidios depende de “la familia, de la realización espiritual y de cómo la gente percibe el sentido y la satisfacción en sus vidas de un modo que va más allá del éxito material”. Y a tenor de los datos, cada vez más jóvenes estadounidenses perciben estos factores como algo en lo que han fracasado irremediablemente. Somos cada vez menos capaces de transmitirles un sentido a sus vidas.

    El problema existe, es innegable. Y me atrevo a decir que no es exclusivo de Estados Unidos; ese malestar profundo es fácilmente reconocible en los jóvenes que nos rodean. Cuando a la pregunta ¿cómo estás?, una chica de 14 años responde a su compañera con un “qué quieres que te diga, bastante rayada con mi vida” (no es un recurso literario, es una conversación real), uno se da cuenta de que la epidemia está ya entre nosotros.

    La solución, parece obvio, no puede venir por la vía de un mayor asistencialismo, como defienden los izquierdistas, pero tampoco funcionarán otras fórmulas economicistas. Y por supuesto, poner el asunto en manos de terapeutas es garantía de que el problema empeorará.

    A mayor religiosidad, caídas de la tasa de suicidio intensas y hasta drásticas

    Las raíces son mucho más profundas y tienen que ver con el sentido de nuestras vidas, una ecuación imposible de cuadrar si dejamos fuera de la misma, por definición, el factor religión. Si algo explica el perfil del suicida es la pérdida de esperanza. No es casualidad que el único factor que sí tiene incidencia en las tasas de suicidio sea la de la afiliación religiosa y, más aún, la práctica religiosa. A mayor religiosidad, caídas de la tasa de suicidio intensas y hasta drásticas. Un dato que una sociedad que ha decidido que su mayor conquista es vivir como si Dios no existiera prefiere ignorar.

    Detectar un problema social puede no ser tarea fácil, pero en este caso una mirada sin prejuicios a las estadísticas percibe un mensaje abrumador. Es lo que hizo Trump con enorme éxito. Pero no es lo mismo detectar un problema que dar con la solución al mismo.

    Dos ejemplos parecen indicar que tendremos epidemia de suicidios para rato. Por un lado la ley, que hay que recordar que siempre tiene una función pedagógica. ¿Cómo podemos hablar del valor infinito de cada vida si mantenemos leyes que la tratan como algo insignificante? ¿A alguien le puede extrañar que tras legalizarse el suicidio asistido en Oregón y Washington se haya experimentado un aumento en la tasa de suicidios en esos estados?

    Por otro lado el caso de Valentina Maureira, la adolescente chilena que sufría una fibrosis quística desde los seis meses de edad y que falleció en 2015. Su padre denunció cómo, cuando inicialmente Valentina pidió a través de un vídeo de youtube una “inyección para quedarme dormida para siempre”, los medios se hicieron eco inmediatamente, mostrando su apoyo a la “decisión” de la niña. Cuando, tras hablar con otra chica que padecía la misma enfermedad, Valentina cambió de opinión, el interés de los medios se desvaneció. Leyes y medios de comunicación nos “educan” constantemente y parece claro en qué línea van. ¿Y luego nos extrañamos de que cada vez más gente decida quitarse la vida?

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