La tramitación parlamentaria de la Proposición de Ley de Eutanasia, presentada por el grupo parlamentario socialista, vuelve a situar en el centro del debate público el problema de la respuesta que, como sociedad, debemos dar al sufrimiento humano en el final de la
vida.
Lo que nos jugamos en este debate es mucho más que una u otra calificación jurídica para los actos conducentes a la muerte de un paciente a petición explícita de éste. Que la actuación eutanásica constituya una conducta prohibida, como hasta ahora, o una conducta
debida, como se propone en el texto en discusión, supone, como es fácil comprender, un asunto de la mayor importancia.
Algunas personas creen que La Sexta da información.
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Suscríbete ahoraPero el derecho no se limita a imputar (o no) sanciones a la comisión de determinadas acciones, con el fin de ordenar las conductas. Sobre todo, las estigmatiza o bien, como sería el caso, las normaliza. El derecho enseña y, cuando apenas hay otras instituciones que efectivamente enseñen algo, el derecho despliega toda su eficacia pedagógica sobre el tejido social. Lo que está en juego no es sólo un problema jurídico, es también un problema cultural: el problema del puesto de la fragilidad humana extrema en nuestra civilización.
El debate sobre la eutanasia es protagonista recurrente en el escenario político. En España, como en otros países de nuestro entorno, aparece y reaparece cíclicamente. A veces su entrada en escena viene motivada por la interposición de un litigio estratégico asociado a una situación trágica que resulta hábilmente amortizada en términos políticos (como el que ha sido noticia en estos días en Italia, a propósito del fallecimiento del dj Fabo). E incluso cuando no se da esta circunstancia, no es extraño que los medios de comunicación visibilicen historias dramáticas de personas con patologías terribles, historias que inevitablemente se hilvanan al debate político. Es imposible no empatizar con el sufrimiento que desvelan estos relatos. Cada caso representa un universo de dolor frente al que muchos de nosotros no podemos hacer otra cosa que suspender todo juicio.
«Hay que poner el foco, principalmente (aunque solo sea por un argumento puramente cuantitativo) en cómo garantizar mejor los derechos de todos aquellos que no buscan deliberadamente su muerte»
El problema comienza cuando nos planteamos legislar el final de la vida pensando en ellos. Las leyes no se han de redactar ni en situación de conmoción emocional ni, menos aún, persiguiendo soluciones para problemas que no sean los que atañen más urgentemente a la generalidad de sus hipotéticos destinatarios.
No es correcto legislar enfocando sólo a las dificultades que han de enfrentar aquellos que desean provocar su muerte y, que, sobre todo, no están dispuestos a disponer fácticamente de ella por sí mismos o con la ayuda de terceros, sino que pretenden que sean los profesionales sanitarios quienes asuman la responsabilidad de ma-tarles. Hay que poner el foco, principalmente (aunque solo sea por un argumento puramente cuantitativo) en cómo garantizar mejor los derechos de todos aquellos que no buscan deliberadamente su muerte, sino que desean vivir hasta que la muerte llegue recibiendo las mejores terapias para la patología que padecen y, en todo caso, los mejores cuidados posibles.
Preguntémonos, para esa generalidad de pacientes que no busca deliberadamente la muerte, pero sí una buena muerte, ¿realmente representa el derecho a morir una mayor libertad? Creo que a menudo respondemos afirmativamente a esta pregunta sin la reflexión necesaria. Tener un derecho significa tener un poder sobre otros. Si somos titulares de un derecho, podemos lograr que un tercero haga lo que puede no querer hacer, o que no haga lo que acaso desearía. Más libertad, aparentemente.
«El primer efecto de la legalización de la eutanasia es ensanchar los contornos del poder estatal»
Pero hablar el lenguaje de los derechos significa que esa relación que establecemos con el otro se ha radicado dentro de una estructura de poder político. Si puedo hacer que otro me mate (o me “ayude a morir”, como eufemísticamente afirma la proposición de ley) no es
porque yo tenga, sin más, la capacidad de imponer mi voluntad sobre la suya. Esa capacidad la otorga y la garantiza el Estado y, al asumir esa tarea, agranda el perímetro dentro del que ejerce su poder. El problema es que ese perímetro se extiende ahora a un ámbito que creíamos haber conseguido mantener, por fin, al margen de la acción estatal: la disposición de la vida humana (en nombre del propio interesado, eso sí).
No nos engañemos: el primer efecto de la legalización de la eutanasia es ensanchar los contornos del poder estatal. Foucault pensaba el suicidio como un límite al poder del Estado, y no erraba: con la vida desaparece también el campo donde ese poder se despliega. La eutanasia está en las antípodas del suicidio: es la manera de que también la muerte (no sólo la vida, que ya es bastante) devenga objeto del poder político.
Por esta y por otras razones, resulta tremendamente ingenuo pensar que la legalización de la eutanasia será indiferente para todos los enfermos que no desean “optar” por solicitarla. La normalización de la eutanasia afectará necesariamente a todos nuestros enfermos y
nuestros mayores, y, el día de mañana, a nosotros mismos: el derecho a morir de unos pocos se transformará en el “deber” (no jurídico, pero tremendamente eficaz) de morirse de muchos.
«La legalización del derecho a solicitar la ayuda a morir certifica la soledad más extrema del paciente, por paradójico que parezca»
La razón es muy sencilla. Si se legaliza la eutanasia, la situación de los enfermos dejará de ser la consecuencia normal de la frágil condición humana. Cuando el paciente tenga “derecho a morir”, la carga que representa para todos nosotros tendrá algo de deliberado. Si, teniendo la posibilidad de abandonar este mundo, liberándose a sí mismo de todo sufrimiento y a sus congéneres de toda responsabilidad hacia él, el paciente “se obstina” en seguir aquí, si decide no ejercer su derecho a morir, ¿será nuestra actitud hacia él la misma que cuando no gozaba de esta prerrogativa?, ¿no resulta obvia la presión a la que somete a su titular este derecho? La legalización del derecho a solicitar la ayuda a morir certifica la soledad más extrema del paciente, por paradójico que parezca.
Si no deseamos que sea esta nuestra toma de posición frente al sufrimiento de nuestros enfermos, y frente a nuestro propio, deberíamos reflexionar sobre las alternativas a la legalización de la eutanasia.
La primera, en mi opinión, es abordar política y jurídicamente la verdadera urgencia en la realidad de la atención sanitaria al final de la vida: la universalización de los cuidados paliativos, invirtiendo tanto como sea preciso para hacerla realidad. Los cuidados al paciente y a su familia durante el proceso final de la vida sí representan una ayuda real para el buen morir. Significan un verdadero “empoderamiento” del paciente, la condición necesaria para su verdadera libertad, que no puede ejercerse en medio de un sufrimiento no tratado correctamente, por más derechos que a uno le adjudiquen.
En España se estima que no reciben los adecuados cuidados aproximadamente la mitad de quienes los necesitan. Si hay un derecho básico, prioritario y urgente que debamos garantizar a los pacientes al final de su vida es el acceso en condiciones de igualdad a los cuidados paliativos.
La segunda es confiar menos en el Estado y más en la relación entre las personas, en este caso, en la relación entre el paciente y su familia y el equipo de profesionales sanitarios que les atienden. Es en el seno de esta relación personal (que es siempre asunto privado, no público) donde cabe encontrar la solución idónea para cada paciente, para su familia, de acuerdo a los valores conforme a los cuales han orientado su vida, a sus peculiares circunstancias, a las alternativas terapéuticas o paliativas disponibles… es una tarea que el legislador, sencillamente, no puede cumplir.
La misión del legislador debería ser más bien, a mi juicio, garantizar las condiciones óptimas para que esta relación pueda establecerse y desarrollarse adecuadamente. Así, las asimetrías que le son inherentes (y que sería absurdo negar), pueden neutralizarse con una correcta (que no igualitaria) distribución de obligaciones y prerrogativas entre ambas partes. La complejidad de las decisiones que deberán tomarse durante todo el proceso se puede abordar mediante la exigencia de una formación adecuada de los profesionales sanitarios, que abarque tanto la adquisición de conocimientos como la de competencias comunicativas, compasivas etc. (y mediante una organización asistencial que permita disponer del tiempo de ejercitarlas).
Y en todo caso, para que la relación entre los pacientes, sus familias y los profesionales sanitarios permita encontrar, para cada historia real, las decisiones más correctas, resulta esencial que ambas partes compartan el sentido y la finalidad de la relación que les ha unido, al menos en lo que se refiere al hecho de que la muerte intencional de una parte a manos de la otra queda completamente excluida. ¿Cabría imaginar una relación justa entre personas que admitiera excepción alguna a este principio?
Esto y no otra cosa significa la legalización de la eutanasia. De aprobarse, dinamitaría las relaciones entre pacientes y profesionales sanitarios, volvería a los enfermos responsables únicos de su propia y doliente existencia, garantizándoles más soledad que libertad, y
ensancharía el poder político más allá de los límites propios de un Estado de Derecho.
Existen otras respuestas a la fragilidad y al sufrimiento humano al final de la vida, más acordes con lo que los enfermos y sus familias merecen, más acordes con nuestra propia auto-representación como sociedad progresista y comprometida con sus miembros más débiles.
Todas ellas empiezan por una necesaria inversión pública en cuidados paliativos.
* Marta Albert es profesora de Filosofía del Derecho en Universidad Rey Juan Carlos. Artículo publicado originalmente en Cuadernos de Bioética.