Consideren estos hechos:
– Los estudiantes de las carísimas universidades de élite norteamericanas disponen de “espacios seguros” –con almohadones, ositos de peluche y cuadernos de colorear- en los que refugiarse en las cada vez más raras ocasiones en que intervienen en el campus oradores conservadores (protegidos por la policía de los escraches de estudiantes progresistas).
Algunas personas creen que La Sexta da información.
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Suscríbete ahora– En 2015, el Pierson College de la Universidad de Yale eliminó el histórico cargo de “master” (algo así como “decano”) porque la palabra podía recordar a la que usaban los esclavos negros para referirse a sus dueños.
– En Barcelona, la asociación de padres de la escuela Táber decidió retirar 200 libros infantiles, entre ellos “Caperucita roja” y “La bella durmiente”, por carecer de perspectiva de género y considerarlos tóxicos. Feministas han declarado que “La bella durmiente” inculca “la cultura de la violación”, pues el príncipe besa a la chica sin su consentimiento mientras duerme.
– En Inglaterra, grupos de estudiantes africanos, asiáticos y blancos progresistas han pedido que se elimine del programa a Platón, Kant y otros filósofos. El predominio de “viejos hombres blancos” en la historia del pensamiento es, según ellos, una forma de colonialismo.
– Las empresas más poderosas del mundo están invirtiendo cientos de millones en “burocracia de la diversidad”: supervisores que velan por la no discriminación por raza, sexo y orientación sexual (pues, como todo el mundo sabe, la sociedad occidental es intrínsecamente racista, machista y homófoba) y abruman a los empleados con cursillos sobre “sesgo implícito” (machismo-racismo inconsciente).
– Las grandes editoriales utilizan “sensitivity readers” que leen los manuscritos y piden a los autores que censuren los pasajes de sus obras que puedan herir la sensibilidad de alguna de las tribus de víctimas.
– El director del “Maggio Musicale” de Florencia reescribió el final de la ópera “Carmen” para “que no incitase a la violencia de género”.
– Los festivales de música clásica de Cheltenham, Aldeburgh y Huddersfield se han comprometido a alcanzar la paridad de género en los compositores interpretados, poniendo así fin a cinco siglos de intolerable privilegio masculino de los Bach, Beethoven o Chopin.(Christina Scharff ha publicado “Gender, Subjectivity, and Cultural Work”, donde denuncia la estructura intrínsecamente patriarcal y racista de la música clásica. Scharff no es una bloguera marginal, sino una profesora del exclusivo King’s College de Londres, y publica en la reputadísima editorial Routledge).
Extraigo los ejemplos anteriores del imprescindible libro de Axel Kaiser La neoinquisición. Y tenemos un problema: el lector medio se sentirá movido a la risa, más que a la alarma: ¡es todo tan grotesco!; algo tan ridículo, tan incompatible con un elemental sentido común, no podrá llegar mucho más lejos. Lean la obra de Kaiser para entender que esos ejemplos están dejando de ser anécdota estrambótica para convertirse en norma omnipresente. La visión del mundo “woke” está ganando la partida: de hecho, es compartida por la gran mayoría de instituciones educativas, partidos políticos, medios de comunicación y empresas más poderosas.
Kaiser es un liberal clásico a la manera de Constant o Hayek, y su libro concluye con un llamamiento a la cooperación posible entre liberales y conservadores frente a la intolerancia progresista; obras como la suya demuestran que existe en el campo liberal un divorcio entre liberal-conservadores y liberal-progres (por mi parte, intenté también mostrar en Una defensa del liberalismo conservador que los liberal-progres han traicionado el liberalismo clásico). Las nociones cristianas de dignidad humana con independencia del sexo o la raza (pues todo ser humano posee un alma inmortal), desacralización del Estado (frente a las teocracias precristianas) e inteligibilidad de la naturaleza (que, procediendo de un Creador racional, debe poseer leyes naturales investigables por el hombre) permitieron que se desarrollasen en Occidente –y sólo aquí- la ciencia moderna y los principios liberales de limitación del poder estatal, igualdad ante la ley y derechos humanos. Esa valiosa herencia cristiana-liberal hizo posibles hazañas civilizacionales como el reconocimiento de la dignidad de los indios por las leyes españolas del siglo XVI o la abolición de la esclavitud por los ingleses en 1833 (todas las culturas han practicado la esclavitud; sólo Occidente la ha eliminado), imitada después por las demás naciones occidentales.
El feminismo y el movimiento antirracista comenzaron apelando a ese acervo cristiano-occidental: si todos los humanos tienen la misma dignidad, ¿por qué las mujeres o los negros no pueden votar, etc.? Frederick Douglass (uno de los primeros intelectuales y activistas afroamericanos) en el siglo XIX o Martin Luther King en el XX no rechazaban los principios liberales fundacionales de EE. UU. (después extendidos al conjunto de Occidente): al contrario, pedían su extensión consecuente a la población negra, igual que Mary Wollstonecraft o John Stuart Mill la pedían para las mujeres. Lincoln fue muy consciente de que en la cuestión de la esclavitud se jugaba la credibilidad de los principios norteamericanos, y aceptó una guerra civil para salvarlos.
Según el “manual de microagresiones raciales” de la Universidad de Columbia, decir “la persona más cualificada debería obtener el puesto, con independencia de su raza” es racismo
Lo que hoy pasa en EE.UU. por “liberalism” –que ya no habría que traducir por “liberalismo”, sino por “progresismo” o “izquierdismo”- ya no apela a la tradición cristiana-occidental de libertad y dignidad, sino que la denuncia como engañosa y opresiva (por eso están cayendo las estatuas de conquistadores españoles y Padres Fundadores norteamericanos). No ven en la historia occidental el reconocimiento progresivo de la dignidad humana, sino la dominación de mujeres, homosexuales y razas no blancas por el hombre blanco heterosexual. Los ideales liberales de 1776-1789 no habrían sido más que una hipócrita tapadera de la supremacía racial y heteropatriarcal. Las Universidades dominadas por el progresismo están inculcando a los jóvenes el desprecio por su propia civilización.
La prueba es que, como muestra Kaiser, la mera invocación de los principios liberales clásicos es ahora considerada ofensiva. Reclamar “leyes ciegas al color” es racismo: el nuevo principio progresista es la “affirmative action”, las cuotas de sexo y raza que permiten que mujeres o miembros de las razas tenidas por desaventajadas ocupen puestos con preferencia a personas con mejor cualificación, pero pertenecientes a los “grupos privilegiados” (en las universidades norteamericanas, la política de cuotas está penalizando no sólo a los blancos, sino también especialmente a los orientales). La ley ya no debe ser “ciega al color”: debe penalizar al color blanco/amarillo (para compensar el supuesto “white privilege”) y promocionar al negro/ocre. Según el “manual de microagresiones raciales” de la Universidad de Columbia, decir “la persona más cualificada debería obtener el puesto, con independencia de su raza” es racismo (“Racial Microaggresions in Everyday Life”, p. 274). También lo es, como explica Kaiser, decir que “Estados Unidos es un melting pot”: equivale a insinuar que el inmigrante debe renunciar a su identidad para adoptar la norteamericana.
La política de cuotas se alimenta del resentimiento y lo multiplica. Intenta subsanar injusticias pasadas con nuevas injusticias de signo inverso: al dejar entrar en una Universidad a un estudiante negro con un 6 mientras se deja fuera a un blanco o un amarillo que tiene un 8, ¿se repara de alguna forma la injusticia que padeció su tatarabuelo esclavo? El blanco o amarillo preterido sentirá rencor: la identity politics necesita del conflicto racial, y lo multiplica al infinito. Por otra parte, sobre la totalidad de mujeres, afroamericanos e hispanos exitosos cae la sospecha de si han promocionado por méritos propios o favorecidos por las cuotas de la affirmative action. La “discriminación positiva”, finalmente, parte de premisas sexistas y racistas: da por supuesto que, en una competición “ciega al color y los genitales”, mujeres y negros serían derrotados por hombres y blanco/amarillos. ¿No es esto ofensivo?
La identity politics está destruyendo todos los principios liberales clásicos. No sólo el de meritocracia e igualdad ante la ley, sino también el de libertad de expresión: el progresismo ha impuesto una “neolengua” llena de términos-trampa (y quien formatea el lenguaje, formatea el pensamiento), además de amenazar con la muerte civil –y pronto, con cárcel- a quien cuestione sus dogmas, so capa de “discurso de odio”. ¿Hace falta recordar la “cultura de la cancelación” y lo que está ocurriendo con las redes sociales?
El libro de Kaiser, por lo demás, disecciona y desmonta los grandes mitos del progresismo: por ejemplo, la “brecha salarial” o la “explotación colonial” (ese pecado original que, en la imaginación progre, condena a Occidente a la penitencia eterna). Si en la nómina de Premios Nobel o en la de grandes compositores o matemáticos se da una abrumadora hegemonía masculina, no es (sólo) por el “privilegio masculino” (que existió en el pasado, pero quedó anulado desde que las mujeres accedieron a la educación superior, y de esto hace ya muchas décadas). El promedio de inteligencia es muy parecido en hombres y mujeres, pero su distribución dentro de cada sexo es dispar: más agrupada en la zona templada del espectro de IQ en las mujeres. Esto significa que hay más hombres que mujeres absolutamente imbéciles, pero también más genios.
Los cerebros de hombres y mujeres son diferentes (más neuronas en los hombres, más materia gris en las mujeres), los conexiones entre los hemisferios son distintas (más densas en la mujer). La irrigación del cerebro masculino con testosterona en los últimos meses de gestación es también la base biológica (que no cultural) de las diferencias hombre-mujer en comportamiento, sensibilidad e intereses. Cuando se les deja en libertad, las niñas juegan espontáneamente con muñecas y a roles sociales; los niños, a juegos violentos, a perseguirse y a manipular objetos. Las mujeres son más empáticas, sostienen más contacto visual y sonríen más. Los hombres tienden más a volcarse enteramente en el trabajo, la búsqueda de estatus e ingresos, mientras las mujeres suelen aspirar a una vida más equilibrada, con espacio para la maternidad y las relaciones humanas. Los hombres están atraídos por profesiones que implican interacción con objetos (ingenierías y demás disciplinas STEM); las mujeres suelen preferir ocupaciones que impliquen interacción humana (docencia, medicina, enfermería…).
Todo esto se refiere a promedios, compatibles con muchas excepciones individuales. Y es la explicación de la “brecha salarial”: la masa salarial agregada de las mujeres es inferior a la de los hombres, no por que se les discrimine, sino porque optan en mayor porcentaje por empleos a tiempo parcial que les permiten tener vidas más equilibradas y ocuparse de sus hijos, y escogen profesiones peor retribuidas (por el mercado, no por empleadores machistas) que las disciplinas STEM.
En el libro de Kaiser están referenciados y resumidos los últimos defensores de la naturaleza humana frente al relato progresista de la opresión sexual-racial universal y de la inexistencia de diferencias naturales entre los sexos: los Jordan Peterson, Steven Pinker, Susan Pinker, Camille Paglia, Helena Cronin, Thomas Sowell (afroamericano que analizó y criticó aceradamente los resultados de la affirmative action), Debra Soh… Apresúrense a leerlos antes de que sean prohibidos por la intolerancia woke.