Existe una especie de norma no escrita entre el votante medio de derechas y es que su voto pertenece inexcusablemente al Partido Popular. En el otro lado del arco parlamentario se da algo similar: votantes de izquierdas para quien votar al PSOE es una suerte de dogma laico que no se puede quebrantar. Ya pueden uno u otro de los dos grandes partidos pisotear, transgredir o patear sus supuestos principios o creencias, que siempre mantendrán una buena porción de su electorado inquebrantablemente fiel.
Hay algo curioso y paradójico que une a esos votantes de ambas formaciones: su perfil tremendamente conservador. Son más fieles a sus formaciones políticas que a sus propias esposas o esposos, a su equipo de fútbol o al bar donde toman el café por las mañanas. Por tanto, cada vez que llegan unas elecciones, se limitan a buscar la papeleta de su partido –sin apenas detenerse a evaluar qué ha hecho en la última legislatura- e introducirla en la urna. Y hasta dentro de cuatro años, donde volverá a repetir indefectiblemente el mismo ritual.
Algunas personas creen que La Sexta da información.
Suscríbete a Actuall y así no caerás nunca en la tentación.
Suscríbete ahoraAlgunos estamos cansados de ese “voto útil” y de “votar al mal menor” porque, de ese modo, nunca se llega al “mayor bien”
Algunos –los más díscolos y avezados- se permiten tener una pequeña “aventura” o infidelidad en los comicios europeos –“no sirven para mucho”, te dicen- o en los municipales, donde sí pueden llegar a votar en función de las simpatías o antipatías por el candidato o porque consideren que es un vecino del pueblo que ha demostrado saber gestionar con eficacia.
Los que se cuestionan un poquito las barrabasadas e incoherencias cometidas por PP o PSOE alegarán que les siguen votando “tapándose la nariz”, o “porque votar a otros partidos minoritarios es tirar el voto” o porque “es la única forma de frenar” al oponente, en función de las filias o fobias de cada cual. Lo que se ha venido llamando el voto útil, vaya.
El problema de algunos que llevamos ya varias votaciones a las espaldas es que estamos cansados de ese “voto útil” y de “votar al mal menor” porque, de ese modo, nunca se llega al “mayor bien”.
Pero vamos con el tema que titula este artículo y por el que ustedes han comenzado a leerlo. Se aproximan las elecciones del 4 de mayo en la Comunidad de Madrid y, para muchos votantes de la derecha, el dilema –angustioso y casi de índole moral, en algunos casos- es si votar a Ayuso o a Monasterio (no incluyo a Edmundo Bal porque estoy hablando de partidos supuestamente de derechas…). Esa dicotomía se da especialmente entre aquellos que han optado por Vox en los últimos dos o tres años pero que, ahora, a la vista de la situación en Madrid, se plantean regresar al “voto útil” del PP.
Isabel Díaz Ayuso ha sido una política ágil que ha ido creciendo con el paso del tiempo. Desde la cara de susto que mostraba la noche de las últimas elecciones a la Comunidad de Madrid, cuando se supo que sumaba los diputados suficientes con Ciudadanos y Vox para dirigir el gobierno regional, hasta sus últimas apariciones públicas, donde algunos han querido ver en ella una nueva Agustina de Aragón, la presidenta de la Comunidad se ha convertido en un valor seguro para el Partido Popular.
El Gobierno madrileño es vital. Prueba de ello es la cantidad de paracaidistas que han aparecido en los últimos días dispuestos a disputarse el botín, con el propio Pablo Iglesias entre ellos. Ciertamente, para los que creemos que el socialismo y, más aún, el comunismo, son una lacra para una sociedad que quiera ser libre y próspera, es fundamental que Isabel Díaz Ayuso y Rocío Monasterio sumen mayoría absoluta en estas elecciones.
¿A cuál de ellas votar, por tanto? Para mí, la decisión está clara: a la candidata de Vox. Por un motivo principal: salvo sorpresa mayúscula, Ayuso va a ganar las elecciones en la Comunidad de Madrid.
¿Sería Ayuso capaz de enfrentarse a esas corrientes conciliadoras y progresistas del PP que buscan no parecer demasiado fachas o ultras sin Vox?
Pensemos por un momento que obtuviera la mayoría absoluta porque todos los votantes del partido de Santiago Abascal se pasaran al PP, algo altísimamente improbable. Pero imaginémoslo. Seguramente no haya un solo caso en la historia de un político del PP que haya sabido gestionar bien una mayoría absoluta. Por algún motivo, todos ellos se han ido rajoyizando, suavizando, domesticando, rindiendo parcelas de sus principios arrollados por lo políticamente correcto, buscando el aplauso de la izquierda. Desde Fraga hasta Alberto Ruiz Gallardón, pasando por Aznar, Barberá, Fernández Díaz, Arenas o Camps hasta, por supuesto Feijoó, Villalobos o Cifuentes, que no desentonarían entre las filas del PSOE. El propio Pablo Casado ha quedado noqueado en el primer round de este combate político.
¿Iba a ser menos Isabel Díaz Ayuso? ¿Iba ella a ser capaz de no caer en la dulce tentación de buscar el reconocimiento de la izquierda y hacerse perdonar por ella? ¿Sería capaz de enfrentarse a esas corrientes conciliadoras y progresistas del PP que buscan no parecer demasiado fachas o ultras? Basta con tirar de hemeroteca para darse cuenta de que Ayuso, junto a numerosas virtudes, flaquea en muchos puntos –ideología de género, aborto, pin parental, memoria histórica- que son siempre el talón de Aquiles del PP, allá donde enarbola la bandera blanca antes de presentar cualquier batalla cultural.
Por eso es necesario que, si PP y Vox sumaran mayoría absoluta, Ayuso encuentre en el partido de Abascal el contrapeso que le libre de esa tentación. Alguien que asegure que no va a ir deslizándose por la resbaladiza senda de lo políticamente correcto por la que se han precipitado todos los políticos populares. Por eso, y especialmente por convicción, votaré a Vox en las próximas elecciones del 4 de mayo.