En una de las guerras más cruentas de la Historia, en uno de los escenarios más desoladores de la contienda, en la tierra de nadie que separaba las trincheras de alemanes, de un lado, y británicos, del otro, se produjo por estas fechas un pequeño milagro, una tregua no planeada ni permitida por el alto mando de ninguno de los ejércitos, la ya célebre Tregua de Navidad de 1914.

Cuenta la crónica informal, quizá legendaria, que la idea partió del bando alemán. La guerra, que había empezado ese mismo año con los habituales augurios de un conflicto breve en uno y otro estado mayor, se había empantanado en seguida, con franceses y británicos atrincherados impidiendo el avance de los alemanes, que se vieron igualmente obligados a atrincherarse.

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Era un panorama enloquecedor, un mundo semisubterráneo de lodo y tensas esperas, ataques desesperados que invariablemente se traducían en matanzas y ninguna perspectiva de cambio. La mejor juventud de los países en guerra se pudrían en esas trincheras, de las que los supervivientes salieron a menudo con graves daños psicológicos después de todo el horror visto y vivido.

Pero eran, al fin, ejército cristianos, siquiera culturalmente, y aquella era la primera Navidad. Fue entonces cuando desde las líneas británicas vieron iluminarse las trincheras alemanas -a un tiro de fusil- con centenares de velas Según registros y leyendas, fueron los germanos los que dieron el primer paso. Los alemanes estaban cantando villancicos. Tras un momento de vacilación, los británicos empezaron a entonar los de su tierra. Y así continuó el incruento duelo coral, hasta que al fin, incrédulos, los británicos vieron como una figura salía solitaria de la trinchera enemiga y se dirigía hacia ellos. Pero nadie disparó. De algún modo, sabían que aquello no era el principio de una ofensiva ni un retorcido plan de ataque.

Nuestros líderes políticos han decidido que este año se cancele la Navidad. Todo son limitaciones: de personas en una misma casa, de tiempo que se puede pasar juntos, de condiciones

Era un oficial alemán, que se dirigió a los invisibles soldados enemigos con estas palabras pronunciadas a voz en grito: “Soy un teniente, caballeros. Estoy fuera de la fosa y voy hacia ustedes ahora. Mi vida está en sus manos. ¿Alguno de ustedes oficiales saldrá a mi encuentro?”.

Poco a poco, los británicos salieron de su asombro y le invitaron a acercarse. Hablaron. Era Nochebuena y habían acordado, por su cuenta, una tregua el día de Navidad, sin contar con nadie.

La misma escena se repitió en varios frentes, o en varias secciones del interminable frente. Tras meses de matarse en la escasa lejanía y en la oscuridad, aquellos hombres que llevaban todo ese tiempo ‘conviviendo’ en un duelo mortal sin siquiera conocer sus nombres ni sus caras, se encontraron. Primero acordaron enterrar a sus muertos, pudriéndose en tierra de nadie. Después se formaron corros de conversaciones, cantaron juntos, se intercambiaron fotos de la familia y de la patria lejana, intercambiaron incluso regalos: cigarrillos, cerveza, prensa- e incluso celebraron partidos de fútbol. En un caso, el partido empezó del modo más informal: un soldado británico dio un chupinazo a un balón, que cayó en la tierra entre las dos líneas de trincheras, y de las enemigas surgieron sin más soldados corriendo dispuestos a despejar.

Nuestros líderes políticos han decidido que este año se cancele la Navidad. Todo son limitaciones: de personas en una misma casa, de tiempo que se puede pasar juntos, de condiciones. Idealmente, sueñan con abolir estas fiestas que recuerdan las dos cosas que más odian las élites de nuestro tiempo, sus dos más enconados enemigos: la fe y la familia.

La excusa es un virus, milagro de la biología, que se pliega a sus caprichos, que sabe contar y, sobre todo, que discrimina impecablemente de modo que sus reuniones, la de los que mandan o sus miñones, jamás conciten contagios. Ellos pueden cenar con sus amigos sin mascarillas, ir a festejos organizados por algún medio de comunicación dócil con el sistema, montar manifestaciones de apoyo al régimen y, en fin, hacer vida normal mientras nos imponen a los plebeyos las restricciones más absurdas, volubles y ajenas a toda ciencia.

Los soldados de 1914, todavía cercanos a esa Europa de valores cristianos, de aprecio a la familia, osaron desafiar la ira de sus mandos -que, en efecto, reaccionaron a la legendaria tregua prohibiendo taxativamente que volviera a confraternizarse con el enemigo- por un día, porque era Navidad, y la Navidad significa algo muy grande para nuestra civilización, incluso entre aquellos que han olvidado o rechazado su significado original.

No sé qué idea tienen ustedes; por mi parte, solo puedo garantizarles que no les delataré al Alto Mando si interpretan las restricciones de número y tiempo de forma elástica. Feliz Navidad, sea cual sea su trinchera.

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