O.J. Simpson, Joe Biden e Isabel Celaá.
O.J. Simpson, Joe Biden e Isabel Celaá.

Todo el mundo sabe que el ex jugador de fútbol americano O.J. Simpson mató a su ex mujer y al amante de esta. Todo el mundo. Lo sabía la Policía, lo sabía el juez, lo sabía el fiscal, lo sabía su abogado, lo sabía el jurado, lo sabían los medios que cubrían el juicio, lo sabía el público americano que seguía el caso conteniendo las respiración. Pero el jurado absolvió a Simpson por cuestiones políticas que no vienen ahora al caso.

En ese momento se preparó, se hizo posible, lo que está ocurriendo hoy en Estados Unidos. Todo el mundo que haya seguido con alguna atención lo ocurrido en torno a las elecciones desde la noche electoral hasta hoy sabe que ha habido un fraude masivo. No digo que todos crean que sin el fraude hubiera ganado Trump, ni digo que la campaña del presidente vaya a presentar un caso tan innegable que no quede otro remedio que aceptarlo. Eso es otra cosa, como lo fue en el caso Simpson. Digo que todos lo saben, aunque digan lo contrario, y que los enemigos de Trump están más que dispuestos a aceptar el resultado fraudulento. Y ese es el momento en que muere la democracia, aunque las instituciones y las votaciones y la retórica se mantengan por los siglos de los siglos.

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Negar el fraude evidente, alegrarse secretamente de que la trampa haya salido bien, porque todo está justificado para quitarse de encima a Trump, me parece perfectamente comprensible. Si uno cree de verdad que Trump es Hitler II, si cree que es el principal obstáculo para el triunfo de un sistema que traerá el cielo a la tierra, “todas las opciones están sobre la mesa”, como se suele decir, y una pequeña trampa es un precio insignificante que pagar por un resultado tan obviamente deseable. ¿No hubiera preferido usted que las elecciones alemanas de 1932 estuvieran amañadas para que no ganara el NSDAP?

La trampa es que quien hace la vista gorda ante el fraude que le favorece ha dejado de creer en el sistema y tendrá que apechugar con el fraude cuando no le favorezca. Los inalcanzables niveles de prueba que exige ahora serán los niveles de prueba que se aplicarán a un pucherazo que le perjudique. No solo eso: él mismo votará en la próxima ocasión sabiendo que los poderes fácticos pueden hacer con su voto mangas y capirotes.

Es, en parte, la maldición del corto plazo, el presentismo que han inducido en nuestras actitudes. Incontables recortes de libertades en los últimos años se han aceptado porque no afectaban a una mayoría, que no se daba cuenta así de que lo que estaba haciendo no era dar permiso al gobierno para prohibir esto o aquello, cosas que personalmente nos disgustaban, sino para prohibir en general en aspectos que hasta la fecha se habían considerado áreas de discrecionalidad del individuo. Y, una vez sentado el precedente, el gobierno podría prohibir algo que tú mismo haces y consideras legítimo, porque previamente le has permitido legislar en esos aspectos.

Es decir, la gente tiende, cegada por el beneficio inmediato, no darse cuenta de que el procedimiento que aplaude y la trampa que tolera pueda volverse contra él. Piensen, por ejemplo, en la educación. Hay un amplio sector que aplaude el adoctrinamiento en el que el gobierno ha convertido al sistema de enseñanza porque adoctrina con las ideas defendidas por ese mismo sector. Pero para ello está aceptando que el Estado tiene derecho a imponer una dogmática a todos los escolares. Los hemos visto salivando de placer en redes ante la idea de que los disidentes tengan que tragar con la perspectiva que la escuela imparta a sus hijos ideas que los padres aborrecen.

Pero el Estado no es el gobierno, y aunque a corto plazo la perspectiva es poco probable, no es imposible en teoría democrática que algún día llegue al gobierno un partido con ideas radicalmente diferentes y aproveche ese principio de adoctrinamiento legítimo para esparcirlas entre los niños. ¿Con qué criterio o argumento podrán quejarse quienes llevan años apoyando el derecho del Estado a adoctrinar en régimen de monopolio, quienes han negado el derecho de los padres a educar a sus hijos en sus mismos principios y valores?

Desgraciadamente, todos sabemos que no se trata de argumentos ni de procesos, y que una vez que se ha cerrado los ojos a las trampas más evidentes, el sistema se convierte en una mera fachada en la que nadie cree y prevalece la ley del más fuerte y del que tiene menos escrúpulos. 

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