Trinity College Cambrige
Trinity College Cambrige

Escurrió el último plato diez minutos antes de que el reloj marcara las 3 de la tarde. Los ingleses ya están en casa, y más un 24 de diciembre, pero para Martín el día se antoja largo: es la primera Navidad que pasa fuera, alejado de la familia, y no le gusta recordarlo, así que cualquier coartada es buena para matar las horas. Incluso trabajar. Desearía que todo pasara lo más rápido posible.

Todo en Martín es absurdo esta Navidad, por eso le había cambiado su día libre a un compañero. Nadie en su sano juicio dedicaría toda la mañana de nochebuena a fregar cacharros, ni siquiera en la cocina del Trinity College de Cambridge.

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Pero allí no lo pasa mal a pesar de todo, quizá porque se habla un inglés de inmigrantes, tan malo como el suyo, y eso le divierte.

Sus tres compañeros de fatigas -un checo, un polaco y un francés de origen argelino- le acompañan en la ingrata tarea de dejar como los chorros del oro la vajilla en la que la futura élite británica desayuna, come y cena. Hoy es una mezcla de las dos primeras: se celebra el charity brunch navideño.

El Trinity College, tradición y meritocracia, tiene un aspecto majestuoso, ajeno al paso del tiempo, con galerías interminables, techos altísimos, una biblioteca de ensueño y una iglesia, la Trinity College Chapel, que ya quisiera cualquier institución. El buen gusto es norma de la casa.

A Martín le impresiona que entre estas paredes se forme la futura élite de Inglaterra, sabe que el poder de todas las épocas ha desfilado por sus vetustas dependencias: de Isaac Newton o Sir Francis Bacon hasta el poeta Lord Byron o Carlos, el Príncipe de Gales.

A menudo Martín se pregunta por qué lleva gorrito, delantal y unos guantes horribles, y no es uno de los afortunados inglesitos que vive entre muros medievales y bóvedas victorianas. Pero hoy no. Hoy ya tiene suficiente con soportar la Navidad británica o lo que queda de ella.

Acaba de fregar doscientos desayunos y eso, a pesar de los guantes, lo nota en sus manos, así que al marcharse cambia el látex por la lana, pero ni por esas entra en calor. Atraviesa la puerta del templo del conocimiento sobre la que descansa en un nicho la estatua del fundador: Enrique VIII. Martín le lanza una maldición antes de subir a su bicicleta, está convencido de que el arrogante monarca no ve con buenos ojos a un español en su college.

La nochebuena se echa encima, pero se había imaginado otra cosa. Vuelve a casa por Chesterton Road, pero lo que ve desde la bicicleta es muy diferente al escenario navideño que su mente, alimentada de cuentos dickensianos, había idealizado.

Ni rastro de familias alrededor de chimeneas, nada de ninos gritones entrando a la carrera en casa de los abuelos o un mísero White Christmas de Sinatra

 

A ambos lados de la calle ni rastro de familias alrededor de chimeneas, nada de ninos gritones entrando a la carrera en casa de los abuelos o un mísero White Christmas de Sinatra de fondo. Silencio ‘new age’.

Antes de llegar a casa cuenta más restaurantes indios y tailandeses que árboles de Navidad. Y el piso de Martín, qué narices, es un poco eso: la prolongación de lo que ve fuera.

Y de ahí su tristeza. Es el paradigma de los nuevos tiempos: una casa arrendada de cuatro habitaciones en la que los inquilinos no tienen más en común que una cocina y un baño miserable.

Lo máximo que le ofrece un flat-mate es colarse en una de las célebres ‘drinking societies’, una de las sociedades de alumnos del College en las que además de beber se debate sobre política o literatura. Martín acude al reclamo de la bebida. El ambiente snob le resulta insoportable, aguanta hasta la tercera copa, pero huye cuando escucha recitar un poema de Kipling.

Lleva ya tres meses en la ciudad y aún no se siente adaptado, le gustaría olvidarse de aquello que le empujó a las islas. Quiere pero no puede, imposible cuando los dolores en la rodilla mala nunca se van del todo. La lesión que lo apartó del fútbol es una pesadilla que rescata su peor versión. Por eso vino solo, sin novia ni nada que se le parezca.

En el fondo Martín quiere reconciliarse con el mundo. Llega el día de Navidad y eso le recuerda lo mucho que hace que no pisa una iglesia.

Acude a la de Nuestra Señora y los Mártires Ingleses. Se sienta en una de las últimas bancadas, quizá porque al lado está la figura de Santo Tomás Moro, un mártir que le impresiona.

No hace mucho caso a la liturgia, pero llega el momento de dar la paz. Hay dos señoras en la bancada, ya mayores, que le estrechan la mano con una media sonrisa.

Ellas se presentan tres segundos después del «podéis ir en paz» y le invitan a tomar un té.

-¿Spanish?-, le preguntan.

Entonces mejor café, deciden con acierto.

Ellas se descubren irlandesas, y no tardan en soltar el primer latigazo contra «estos hijos de puta».

Se saben seguras porque hace siglos que comparten enemigo y hoy es un buen día para recordar que Tomás Moro tenía razón y son otros los que deben hacer el camino de vuelta.

-Las suyas están todas vacías-, dice una de las señoras mientras apura su café.

Martín ya ríe, y es muy de agradecer porque no recuerda la última vez que lo hizo.

-Feliz Navidad-, se despide.

Ahora ya se podía ir en paz con su mundo.

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Licenciado en periodismo por la Universidad CEU San Pablo de Madrid. Tomó la alternativa en Intereconomía -semanario Alba, La Gaceta, Los Últimos de Filipinas, Dando Caña, 12 Hombres sin vergüenza- de la mano de Gonzalo Altozano y Kiko Méndez-Monasterio, de los que aprendió incluso algo de periodismo. Más tarde escribió para los digitales La Información y Periodista Digital. Viajó a Irak antes que a Roma, le apasionan la Historia y la tauromaquia. Nazareno de Sevilla.