¿Vuelta a la normalidad? Algunos indicadores permiten suponerlo. En clave doméstica, la victoria de Ayuso en Madrid augura un cambio de ciclo a escala nacional, con el PP disponiéndose a suceder al PSOE en el poder, en esa carrera de relevos del bipartidismo, ese show en el que el PSOE se carga la libertad y la prosperidad, y acto seguido viene PP Gotera y restaura la prosperidad, pero deja intacto el liberticidio, con los partidos bisagras actúan como teloneros.
Pero en una clave más universal cabe detectar algunas señales de que todo tiene un límite. Tímidas e intermitentes… pero señales de que, a pesar de todo, el desvarío no tiene la última palabra.
Algunas personas creen que La Sexta da información.
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Suscríbete ahoraNi el desvario ni esa forma de crimen organizado y, lo que es peor, bendecido por gobernantes y jueces, que es el aborto. Mientras que en el (dos veces) Viejo Continente, se siguen masacrando bebés en el seno materno, y enviando ancianos a la Morgue; en unos Estados Unidos de vuelta de todo, se multiplican las iniciativas por defender la vida. La última ha sido la ley de Texas que prohíbe el aborto desde el momento en que se detecta el latido del feto. Los proabortistas la recurrirán ante un juez federal, sabiendo que lo más probable es que se impida su puesta en marcha; pero los republicanos, que la han promovido, confian en que el asunto llegue al Supremo norteamericano y que éste se pronuncie sobre las leyes que limitan el aborto en varios estados, revocando así la sentencia Roe v. Wade (1973), origen de esa forma de genocidio silencioso.
La Corte Suprema de EE.UU. cuenta con una mayoría de jueces provida (nueve frente a tres abortistas). En este sentido, ha sido decisivo el papel jugado por Donald Trump que durante su mandato nombró a los conservadores Neil Gorsuch y Brett Kavanaugh; y poco antes de las elecciones, a Amy Coney Barrett, católica, madre de siete hijos y defensora de la vida.
Si hace unos años nos hubieran dicho que hay médicos que ceden a las ocurrencias de quinceañeros y aceptan castrarlos o cebarlos a hormonas, habríamos pensando en el doctor Mengele y sus experimentos con cobayas humanas
Otra práctica que atenta contra la dignidad de las personas es la cirugía o el hormonamiento a menores para cambiarles de sexo. Si hace unos años nos hubieran dicho que hay médicos que ceden a las ocurrencias de quinceañeros y aceptan castrarlos o cebarlos a hormonas, hubiéramos pensando automáticamente en el doctor Mengele y sus experimentos con cobayas humanas. Nos habríamos llevado las manos a la cabeza y habríamos dicho “eso es imposible en el mundo libre -entonces se decía el mundo libre para diferenciarlo del bloque soviético-. Eso no es concebible en una democracia, eso es propio del nazismo”.
Y ahora no solo hemos normalizado el horror sino que además nos parece dictatorial e intolerante lo contrario: impedir que un varoncito o una hembrita se tumben en la cama del quirófano para que los mutilen. Nos hemos acostumbrado al ver que los Gobiernos legislan a favor del cambio de sexo y no contentos con eso persiguen a los cuerdos que se atreven a decir que el rey va desnudo. Pero en medio de esta locura o de esta calma chicha moral que nos tiene anestesiados ante la barbarie del “transgenerismo”, han surgido algunas voces alertando de la gravedad del disparate.
Ha sido histórico el pronunciamiento del Tribunal Superior de Justicia de Inglaterra y Gales que el pasado diciembre sentenció que los menores de 16 años no pueden dar un consentimiento informado a la administración de bloqueadores de la pubertad. La sentencia venía motivada por la demanda de Keyra Bell, de 23 años, contra Tavistock, un centro especializado en «reasignaciones de género». Cuando Keyra tenía 17 años le inyectaron testosterona y le hicieron una doble mastectomía. Ahora quiere recuperar su sexo biológico pero algunos de los cambios que le hicieron son irreversibles. Alega que no se le advirtió ni se examinaron alternativas psiquiátricas a su disforia de género.
Y ya hay médicos que están reaccionando, y dando a la razón, a quienes sostienen que la disforia de género merece un tratamiento psiquiátrico y no el bisturí para amputar mamas o penes.
Es el caso del Hospital Universitario Karolinska (Suecia) que acaba de anunciar que no va a suministrar medicamentos «bloqueadores de la pubertad» ni hormonas de sexo cruzado a los menores de 16 años. Alega que pueden ser contraproducentes y que tiene dudas razonables sobre si un menor esté en condiciones de dar su consentimiento a ese tipo de tratamientos.
Y junto a la comunidad médica, ya tenemos periodistas y escritores que han reaccionado, poniendo de manifiesto los efectos perniciosos del cambio de sexo. Una reportera de The Wall Street Journal, Abigail Shrier, ha publicado un libro de título elocuente Daño irreversible: La locura transgénero que seduce a nuestra hijas,. Hizo multitud de entrevistas a jóvenes que se reconocen transgénero, a sus familiares, a médicos que impulsan la ‘transición’ de género, a educadores, y también a chicas que ‘detransicionan”, esto es, que se arrepienten del paso dado. El libro ha levantado ampollas. Amazon ha suspendido la publicidad del volumen. Pero Shrier no da opiniones sino que expone hechos y estos, al fin y al cabo, siguen siendo sagrados. Eso explica que, a pesar de todo, Daño irreversible figure entre los libros del año de The Economist.
Antes de destrozar genitales hay un trabajo previo: destrozar el diccionario, mediante el llamado lenguaje inclusivo
La guerra del Género tiene un frente menos cruento pero no menos decisivo, la manipulación del lenguaje. Antes de imponer el cambio de sexo es preciso imponer el cambio en el significado de las palabras. Antes de destrozar genitales -y empujar a sus pobres victimas a la paranoia e incluso al suicidio- hay un trabajo previo: destrozar el diccionario. Lo del progenitor A y el progenitor B, que preconizaba un presidente español no era una ocurrencia más, sino algo intencionado para sustituir a la familia por el laboratorio de Un mundo feliz de Huxley. Y el lenguaje inclusivo –además de ser una cursilada, como ha puesto de manifiesto Pérez Reverte– sigue ese mismo guión.
Por eso recupera uno la fe en la humanidad cuando ve que científicos de la lengua, académicos como el propio Reverte, o catedráticos como Darío Villanueva, exdirector de la Real Academia, y autor de un libro muy oportuno (Morderse la lengua), ponen los puntos sobre las íes explicando que el lenguaje inclusivo es innecesario e inoperante. Como dice Villanueva, criticando a los nuevos censores “Nos mordemos la lengua continuamente de manera voluntaria por razón de cortesía, de oportunidad, de respeto, de conveniencia. Otra cosa es tener que morderse la lengua obligatoriamente porque nos lo imponen”
Recupera uno la fe en la cordura y el sentido común, cuando en la patria de Montaigne, Pascal y Moliérè, el ministro de Educación Nacional ha prohibido el lenguaje inclusivo en los colegios. Dos argumentos: es contraproducente para “la lucha contra la discriminación sexista y la violencia doméstica”; y es “perjudicial para la práctica y la inteligibilidad de la lengua francesa”.
Inteligibilidad. Por ahí van los tiros. La lengua fue creada para comunicarnos no para volvernos locos. Y a eso va la inquisición inclusiva. Una fórmula retrógrada que nos lleva a la torre de Babel.