
Llevo sesenta años dando clases y conferencias, remejiendo en todo tipo de tertulias y reuniones, escribiendo artículos y libros. Es decir, he ejercido a conciencia el menester académico o intelectual. Esta dedicación l
a completé, cuando cumplía, con mi colaboración a la causa de los grupos comprometidos con el propósito de traer la democracia a España por medios pacíficos. Me refiero, sobre todo, al núcleo del diario Madrid. Tanta actividad junta me planteaba algunas ambivalencias:
Algunas personas creen que La Sexta da información.
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Suscríbete ahora(1) Dedicarme con preferencia a la parte intelectual o a la actividad política. Ganó la primera, al no tener yo ningún deseo de aceptar los altos cargos de representación que se me ofrecieron. Bien es verdad que mis escarceos políticos me costaron unos meses de confinamiento, cárcel y las penas complementarias.
(2) Concentrarme en una postura, eminentemente, investigadora o empírica o inclinarme por el “arte suasoria”, esto es, dar opiniones a través de artículos. En este caso, traté de conciliar ambos papeles, si bien quedó como central mi actividad como profesor y escritor. Me entraron continuas dudas sobre si mi oficio pudiera parecer un tanto agresivo, al tratar de que otras personas pensaran como yo. Claro que, a lo largo de mi vida activa, yo, también he experimentado no pocos cambios en la manera de ver las cosas. Tampoco, es que sean alteraciones radicales. En el fondo, he mantenido una constante conservadora o templada. Pero, se pueden detectar ciertas variaciones en el tono y en el estilo de los artículos de opinión. Es la faceta que ha continuado intacta hasta hoy mismo, jubilado de las demás.
En un primer momento, mis artículos respondían al modelo de los “glosadores”. Es decir, seguía la pauta de “apoyarme en los hombros de los gigantes”, citando a los clásicos, las autoridades de mi campo. Más tarde, empecé a arriesgarme con mis propios pareceres o sentimientos, aun a riesgo de equivocarme.
Resulta inevitable el sesgo de profesor, al tener que repetirse mucho, pues cada curso se encuentra uno con un plantel distinto de alumnos. He tratado de corregirlo, diversificando mis tareas. De ahí, la profusión de escritos, incluso, novelas, o la participación en tertulias de la radio o la tele. A mí mismo me asombra tal diversidad de tareas. No logro explicar tal exceso de activismo.
El propósito suasorio (el que los demás se acerquen a pensar como yo) no es tan extraño como pudiera parecer. En una pareja afectiva, cada uno de los dos intenta conseguir que el otro se acerque a su manera de ver el mundo. Naturalmente, el propósito puede fracasar, lo que conduce a la ruptura o a continuar viviendo con tensiones. Un proceso parecido puede aplicarse a los grupos de amigos. En todos los casos, la pretensión suasoria se ejerce, más bien, de una forma tácita. Lo facilita el hecho corriente de las “afinidades electivas”. Esto es, por misteriosas razones, uno se inclina a relacionarse con otros individuos, precisamente, porque existen sentimientos compartidos de forma latente. Es fácil convencer de algo a una persona medio convencida. Tales hechos contribuyen a despejar ciertas dudas respecto a la tacha de proselitismo que puede recaer sobre las actividades académicas o intelectuales. No hay que tomarse muy en serio al predicador que lleva uno dentro.
Frente al clásico “pienso, luego existo” (Renato Descartes), como primera seguridad filosófica, podríamos convenir en que “si pensamos es porque existen los otros”. Por tanto, las ideas que consideramos más personales no son tan originales o innatas como parecen; antes bien, son mostrencas. Se derivan de la continua interacción con nuestros semejantes. Es un efecto que se refuerza con la comunicación escrita. No es, solo, por el hecho de la supervivencia de los escritos (scripta manent), sino porque los textos obligan a seguir reflexionando a los autores y a los lectores. Por ahí se colige la significación tradicional del género epistolar, ahora, simplificado en los “mensajes” de los móviles, que, también, pueden ser de voz.
Repito que mis múltiples tareas intelectuales o académicas han quedado reducidas a la producción continua de artículos de prensa. Es una exigencia de los alifafes de la edad. Un buen artículo debe aportar un punto de sorpresa, incluso, de irritación. No basta con añadir un comentario personal a lo que se oye o se sabe, lo que emite una autoridad en cualquier campo. Además, se agradece un ejercicio de concisión, pues, en nuestro mundo informado, hay demasiadas piezas que no merecen ser leídas hasta el final del texto. De ahí, que la última frase de un artículo deba ser redonda. No es fácil tal triquiñuela.
Amando de Miguel, artículo originalmente publicado en Actualidad Almanzora