Imagen referencial / Pixabay
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Antonio Manuel López Obrador, que no es el prototipo de los entusiastas de Donald Trump, ha dicho respecto de la decisión de Twitter de borrarle de su mapa: “No me gusta la censura; no me gusta que a nadie lo censuren y que le quiten el derecho de transmitir un mensaje en Twitter. No estoy de acuerdo con eso; no acepto eso”. 

Uno tras otro, muchos dirigentes de países importantes han mostrado su disconformidad con la decisión de la red social. Angela Merkel considera “problemática” la decisión. “El derecho a la libre expresión es de una importancia fundamental”. El comisario europeo para el mercado interno, el francés Thierry Breton, ha dicho: “El hecho de que un CEO pueda desenchufar el altavoz del presidente de los Estados Unidos sin contrapesos es chocante”. El ministro de Finanzas francés, Bruno Le Maire, de nuevo un político que se ha enfrentado al presidente americano, ha denunciado que una “oligarquía digital” tenga “la regulación del mundo digital”. 

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Twitter tiene todo el derecho a negarle sus píxeles y sus unos y ceros a quien le salga de la barba de su CEO, pero no es obligatorio que todos aplaudamos esa decisión. La libertad de expresión es como la libertad de actuar en cualquier sentido: tú tienes el derecho de ejercerla sobre aquéllo que es tuyo o que otros te ceden, a título gratuito u oneroso. Mi libertad de expresión no obliga a Twitter a cederme su espacio. Y esto es tan cierto para mí como lo es para Donald Trump. Pero, dentro de nuestras posibilidades, y limitaciones, podemos también criticar a Twitter, o buscar alternativas menos sectarias. 

Eso es lo que podemos hacer nosotros. Pero, ¿y los gobiernos? ¿Pueden hacer algo? El Gobierno polaco anunció en diciembre que planteará al Parlamento una ley que prohíba a las plataformas expulsar de sus redes a usuarios por motivos ideológicos. El texto, que no está aprobado, prevé que los usuarios puedan demandar a las plataformas ante los tribunales. En caso de ser sancionadas, tendrán que hacer frente a multas millonarias. 

El primer ministro polaco, Mateusz Morawiecki, ha declarado que “la censura de la libre expresión, que es propia de regímenes totalitarios y autoritarios, está volviendo por medio de un mecanismo nuevo, comercial, para combatir a aquéllos que piensan de un modo distinto”.

Esta preocupación por la censura proviene de un gobierno que no es especialmente liberal. Pero que entiende que la censura obrada no sobre, sino por las redes sociales, ataca sus propios valores, los de su electorado. 

Hay soluciones menos directas o, por ser más preciso, justificaciones sutiles de medidas iguales, o similares, a las propuestas en Polonia. Un artículo firmado por Tunku Varadarajan, pero con ideas del jurista Richard Epstein, recoge las propuestas de éste al respecto. Dice, sin utilizar la palabra “monopolio”, que las grandes plataformas de internet (Twitter, Facebook, Youtube…) están obligadas a cumplir con los principios legales de los common carriers, una expresión que se podría traducir por “transportista”, si no distorsionara gravemente su significado.

Los common carriers son las infraestructuras por las que pasa todo el mundo. Por ejemplo, los ferrocarriles. Sería antieconómico obligar a las distintas empresas ferroviarias a construir cada una sus propias redes ferroviarias, aunque en ocasiones lo hagan. Si el capital y la explotación comercial sólo da para que haya una infraestructura ferroviaria, ésta tiene que prestar servicio a los distintos competidores, en términos de estricta igualdad. Es decir, sin discriminaciones. 

Hay, todavía, una opción más, que puede desembocar en una legislación como la polaca, o similar. La ley puede obligar a las plataformas a asumir su papel, y por tanto no censurar por motivos ideológicos, aunque puedan borrar perfiles que inciten de forma explícita a la violencia contra alguien. O darles la oportunidad de convertirse en medios de comunicación, si prefieren editar ellas los contenidos. Pero entonces serán responsables de los contenidos que alberguen en sus redes. Las plataformas no quieren ni oír hablar de esta opción, jugar a dos bandas: editan los contenidos según sus preferencias ideológicas, pero no aceptan ser responsables de las comunicaciones que aún no hayan censurado. 

Estamos ante una situación que George Orwell no había previsto: la posibilidad de que un Gobierno pueda obligar a una empresa a que no censure el debate público. 

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