Renato Cristin es profesor de Hermenéutica Filosófica en la Universidad de Trieste y ha dirigido el Instituto de Cultura Italiana en Berlín y la Fondazione Liberal. Publicó el año pasado I padroni del caos, y se ha convertido en una de las referencias del pensamiento “neorreaccionario” en Europa.
Ha sido uno de los impulsores del manifiesto “Por un Nüremberg del comunismo”, que pide, con ocasión del 30 aniversario del hundimiento del bloque soviético, que el sistema comunista reciba de una vez por todas la condena histórica y moral que recibió con justicia el régimen nazi; será presentado en Madrid el 9 de noviembre, en un acto en el que intervendrá, entre otros, Stephane Courtois, autor/coordinador del Libro Negro del Comunismo.
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Suscríbete ahora– Uno de los ejes que estructuran su pensamiento en Los señores del caos es el binomio oikofobia/xenofilia. ¿Cuándo y por qué comenzó Occidente a denigrar lo propio y exaltar lo ajeno?
Es un caso muy instructivo, este del doble nexo entre odio a sí mismos y exaltación del otro, porque muestra no solo el progresivo proceso de degradación de la identidad, sino además el poder de una ideología anti-identitaria (y por consiguiente antieuropea, antioccidental) que ha logrado ocultar la verdad que subyace a dicho binomio y hasta silenciar, por largo tiempo, a quienes querían (y podían) desenmascarar ese gigantesco intento de anulación de la identidad. La producción científica especializada (para no hablar de la genérica) en el ámbito de humanidades nos ha propinado montañas de estudios sobre cualquier tema, pero no existe, que yo sepa, una historia general de la autodenigración europea, o sea la historia de ese desprecio por sí mismos que nace mansamente con la modernidad, que en los siglos más recientes se afirma, y que estalla después en el siglo XX como una de las pulsiones más fuertes dentro de la cultura europea.
En los últimos decenios han aparecido valiosos estudios específicos, pienso por ejemplo en los de Pascal Bruckner, sobre esta tendencia a la autoculpabilización, pero una reconstrucción histórica general, que posea además la necesaria mirada crítica, todavía falta. Y no por casualidad, sino por voluntad de lo políticamente correcto: para que el odio a sí mismos se afiance como una característica esencial y necesaria de nuestra civilización, y no se presente como un desprecio hacia uno mismo, sino como exaltación del otro, del extraño, la autoculpabilización debe ser interiorizada y acallada, debe volverse un automatismo de la psique europea y hacerse, de esta manera, incluso inconsciente.
La idiofobia, el desprecio por lo que es propio, por sí mismos, es lo no-dicho más grande, el mayor implícito de la cultura occidental moderna, o para ser más preciso: la idiofobia sigue siendo inoculada con acción sistemática y de modo científico en la mente europea, ya tan devastada por la retórica de la alteridad y tan desorientada como para no reconocer ni su propia identidad, pero no se la admite en tanto tal, es decir como un odio irracional e injustificado; al contrario, la gran cortina de humo de lo políticamente correcto la esconde en su verdad, y la hace pasar –bajo la forma de xenofilia– por una lógica consecuencia del desarrollo histórico de la cultura europea, como algo natural e inevitable.
Pero no he contestado a tu pregunta: esta patología del espíritu europeo tiene muchas causas –entre las cuales, los primeros movimientos antioccidentales y paleocomunistas surgidos en los siglos XVI y XVII, que querían instaurar sociedades utópicas y purificar así a Europa de sus culpas–, y ha tenido un largo período de incubación antes de deflagrar en el siglo XX, cuando una mezcla de dolor por las guerras mundiales, proceso de descolonización, afirmación del comunismo en vastas áreas del continente y del globo, creciente descristianización y extravío de la identidad tradicional, ascenso de los movimientos subversivos del ’68 herederos del revolucionarismo moderno, dominio cultural de la izquierda en todas sus variantes, imposición de la categoría del otro como ápice del pensamiento filosófico occidental, todo ello –decía– ha llevado a una profunda desorientación y al consiguiente sentimiento de contrición por nuestra historia pasada y, finalmente, a una visión antieuropea, tercermundista y multiculturalista (algo muy distinto de la sana interculturalidad) que prefigura un futuro sin identidad.
El otro se ha convertido en el totem (y asimismo el tabú) de nuestra época: de él se puede hablar solo glorificándolo; es intocable, siempre inocente, culpable unicamente en tanto desviado por la sociedad corrupta que Occidente le ha impuesto o en la cual ha venido a vivir huyendo de la miseria de sus propios países, ya sean africanos o asiáticos. En esta óptica deformada, el otro es por definición indefectiblemente bueno, o por lo menos portador de valores positivos, que los europeos deben acoger y metabolizar, para integrarse (ellos mismos) a los extranjeros.
Pero los europeos se han dado cuenta de este engaño ideológico y reaccionan, con los pocos instrumentos lícitos de que disponen, ante todo con el voto, libre y democráticamente manifestado, con el cual expresan su dolor por una pérdida de identidad que puede ser comprendida solo mediante categorías del espíritu, no de la economía, y que requiere una respuesta, racional y orientada al bien común. Y es precisamente esta reacción lo que lo políticamente correcto quiere impedir: por eso ataca anticipadamente acusando de rencor, de cerrazón, de tradicionalismo, de xenofobia a todos aquellos que expresan posiciones anti-inmigracionistas. Sobre el tema de las migraciones se acumulan mentiras, hipocresías, difamaciones, una suerte de leyenda negra tramada por las recelosas mentes de lo políticamente correcto.
«El acuerdo sobre las migraciones es la ganzúa con la cual los astutos burócratas supraestatales intentan hacer saltar las fronteras, impulsando una circulación global, no solo de los individuos, sino de las masas»
– Cuando habla de “señores del caos”, das a entender que el proceso de autonegación moral-cultural y “migración de sustitución” está siendo teledirigido –o, al menos, alentado– por ciertas élites. ¿De quiénes se trata? ¿Quiénes contribuyen más a ello? ¿Políticos?, ¿instituciones?, ¿los medios?, ¿los intelectuales y las universidades?
Desde el momento en que la inmigración extraeuropea en nuestro continente tiene el sentido de un reemplazo étnico y de una sustitución cultural, cabe preguntarse de dónde viene y cómo se está llevando a cabo este objetivo. En el mes de diciembre de 2018, la ONU parió un proyecto de gestión de las migraciones en escala global, denominado Global Compact for Migration. Se trata de un ambicioso plan de organización de los flujos migratorios, cuya incidencia recae no solo sobre las estructuras sociales de los diferentes Estados, sino además sobre las conciencias individuales de las personas. Un plan que interviene tanto en el terreno pragmático como en la dimensión mental: modificar la manera de pensar de los individuos es una condición necesaria para transformar la composición étnico-cultural de una sociedad. El objetivo es la redistribución de la población mundial; un problema que el gobierno global de la ONU pretende resolver aplicando una técnica zoológica: desplazar masas de personas hacia donde hay más sitio, no en sentido geográfico sino en sentido socio-político, sacándolas de donde, aun habiendo inmensos espacios físicos y demográficos, hay mayores obstáculos sociales, climáticos o étnicos.
El acuerdo sobre las migraciones es la ganzúa con la cual los astutos burócratas supraestatales intentan hacer saltar las fronteras, impulsando una circulación global, no solo de los individuos –cuya libertad (dentro de los límites de las leyes de cada país) debe ser por supuesto preservada–, sino de las masas, como en cambio está en los objetivos de quienes alimentan el proyecto de la «sustitución». Las fronteras deben transformarse en pasajes, porque –esta es la tesis, falaz pero seductora– si la migración «genera prosperidad, innovación y desarrollo sostenible», entonces es necesario que «todas las naciones sean a su vez países de origen, de tránsito y de arribo». Es la premisa del nomadismo global: desarraigo total, reemplazo de los pueblos europeos con semi-apátridas correspondientes a la antigua voluntad (surgida con el marxismo y que se afirmó con el mesianismo catocomunista) de crear una humanidad nueva que purifique al hombre occidental de su pensamiento tradicional y de su presunta culpa histórica.
Del documento final del «Pacto global para la migración segura, ordenada y regular» emerge una voluntad constrictiva, intimidatoria, de terrorismo psicológico, contra cualquier posición o expresión anti-inmigracionista. Escudándose detrás de un fin en sí indiscutible («condenar y combatir las expresiones, los actos y las demostraciones de racismo, de discriminación racial, violencia, xenofobia y formas ligadas de intolerancia hacia los migrantes»), se quiere imprimir en la carne viva de los pueblos el sello del universalismo cosmopolítico: sin barreras, sin raíces. Al más puro estilo de lo políticamente correcto, lo que se aplica es un auténtico lavado de cerebro, como sostiene emblemáticamente el objetivo 17: «eliminar todas las formas de discriminación y promover un discurso público de base empírica para plasmar las maneras en que son percibidas las migraciones».
Ahora, después del clamor y protestas de diciembre de 2018, del Global Compact no se habla más, se lo deja actuar a nivel diplomático, pero sigue avanzando, como una apisonadora, según los objetivos y el cronoprograma establecidos. Si se realiza en lo concreto, el Global Compact podría transformarse en el agujero negro del tercer milenio, en el que desaparezcan las formas espirituales, culturales, religiosas y políticas de Occidente tal como las hemos conocido hasta hoy.
– ¿Cree que la oikofobia/xenofilia es producto de una mutación del marxismo, o más bien de la degeneración del liberalismo? ¿Se ha producido una convergencia entre neomarxistas y libertarios en torno al “progresismo”?
Tú justamente hablas de «degeneración» del liberalismo: transfigurado de ese modo, el liberalismo se ha convertido en el simulacro del gran movimiento antitotalitario (y por lo tanto anticomunista, antimarxista) que defendía el concepto de libertad protegiendo al mismo tiempo el espacio concreto, social y nacional, en el que la libertad puede vivir y proliferar. Ahora, también a causa de su engañosa exaltación de la alteridad, el liberalismo leftist ya no resulta creíble ante los ojos de los liberales auténticos, o sea de los que no han dejado de combatir con ese adversario antiliberal que es el socialismo variadamente declinado, y que no cesan de defender los espacios concretos frente a la agresión de ese enemigo.
«Si los liberales no logran darse cuenta de que los principios sin telos (es decir sin fines) son vacíos, meramente formales, seguirán manejándose de una manera perjudicial para la libertad misma y, por ende, también autolesiva»
Si el liberalismo no ve que el progresismo es un movimiento totalitario, entonces es ciego y le hace un daño colosal y tal vez incluso irreversible a su propia historia, a su propia identidad. Por estas razones hay que sacudirlo, desde fuera y sobre todo desde adentro, evidenciándole la contradicción en la que ha caído e indicándole la manera de reactivar su propia energía originaria, explicándole que ir por el camino del progresismo significa al mismo tiempo preparar la desaparición del liberalismo, cuya muerte llevará consigo también la imposibilidad de que sus principios se concreten en la realidad.
El liberalismo se verá cada vez más en dificultades, si no logra entender lo que yo llamo la cuestión teleológica, o sea el hecho de que el ser humano está formado por estructuras teleológicas, que no solo son finalidades sino también horizontes, de sentido y de tiempo, horizontes de historicidad. Si los liberales no logran darse cuenta de que los principios sin telos (es decir sin fines) son vacíos, meramente formales, seguirán manejándose de una manera perjudicial para la libertad misma y, por ende, también autolesiva.
Este es el liberalismo que defino dogmático, del cual se ha distanciado, desde hace por lo menos un decenio, el liberalismo que defino crítico, el cual ha comprendido la contingencia histórica, las exigencias de nuestra época, y se ha unido con el conservadurismo de una manera no estratégica sino orgánica, en vistas de esa búsqueda de la verdad que nunca es escindible de la instancia de la libertad. Es el liberalismo que no se somete al progresismo, y no es meramente formal, que ha entendido que su destino histórico (su telos) reside en la unión con el conservadurismo, por la conservación de la libertad (y al mismo tiempo el conservadurismo más inteligente ha entendido que su telos es unirse con el liberalismo crítico), de tal manera que hoy, en muchos países europeos, se puede hablar de un paradigma liberalconservador. Esto no es táctica, y tampoco mera estrategia política, sino visión histórica de una perspectiva a largo plazo, e interpretación fenomenológica de la realidad política, social y cultural.
– ¿Cree que las cuestiones centrales en el siglo XXI siguen siendo las del siglo XX: capitalismo vs. socialismo, burguesía vs. proletariado, etc.? ¿O que en el siglo XXI el debate es más moral-cultural que político-económico, con cuestiones como la inmigración, la bioética (aborto, eutanasia, vientres de alquiler, transhumanismo), el modelo de familia, el feminismo, etc.?
A nivel de conceptos históricos y de hermenéutica de la historia, pienso que las oposiciones clásicas siguen siendo, en cierta medida, válidas, porque expresan categorías que, en Occidente, tienen una específica relación con la realidad. Creo que sigue siendo válida sobre todo la oposición entre capitalismo y comunismo, porque estos polos expresan dos visiones del mundo antitéticas, surgidas básicamente con la modernidad, que aún siguen vigentes y ampliamente presentes; la primera como horizonte socioeconómico de Occidente y como instrumento productivo de casi todo el resto del planeta; la segunda como esquema ideológico que, hasta hace treinta años, dominaba en forma de Estado vastas áreas del mundo y que hoy, a pesar del estruendoso derrumbe del sistema económico y estatal comunista, todavía es un punto de referencia político-cultural, que se manifiesta a través de partidos y movimientos de vario tipo, para centenares de millones de personas repartidas en todos los continentes.
«Sobreabunda hoy un gran parlotear de ética, sobre todo en los ambientes políticamente correctos, mientras los pilares éticos se están desmoronando»
El virus de esa ideología que se vende como humanista y en cambio es simplemente des-humana (baste pensar en la violencia con la cual tuvo siempre que mantener el poder, y en la miseria en la que ha siempre sumergido a los pueblos que mantuvo subyugados) permanece lamentablemente aún diseminado y sumamente peligroso, ya sea porque instila en quien lo contrae el maleficio del odio, ya porque, como todos los virus, es mutante y por lo tanto se adapta a las circunstancias, volviéndose cada vez más resistente. Y su enemigo de fondo, histórico y principal, es el capitalismo.
Dicho esto, concuerdo contigo acerca del hecho que a las parejas de opuestos tradicionales se han agregado recientemente otros temas, sobre los que hay que reflexionar de una manera apropiada, porque reproducen situaciones de hecho que caracterizan nuestra época. Los problemas bioéticos, por ejemplo, se han transformado en un terreno de confrontación incluso muy dura entre derecha e izquierda, pero en cierta medida son al mismo tiempo problemas de carácter individual, que tienen que ver no solo con la conciencia moral sino con la trascendental. Los grandes temas éticos relativos a los principios no negociables trazan el perímetro dentro del cual se manifiesta la diferencia entre las posiciones políticas, pero es cierto asimismo que la acción política tiene que tender siempre a la síntesis y por ende debe compatibilizar los principios formales con las posibilidades concretas, que Kant llamaría condiciones de posibilidad de su realización.
Es por lo tanto deber del pensamiento filosófico, y cultural en general, ayudar a la política en la tarea de afirmación de los principios e individuación de las tesis más idóneas, teniendo presente que una fusión completa entre ambas esferas nunca será posible y que por ende resultará inevitable, también en este caso, manejarse no solo con la categoría del deber (Sollen), sino además con la de la posibilidad (Möglichkeit). Es de la afinada relación entre ambas que puede nacer, en efecto, una política buena y al mismo tiempo eficaz.
El comienzo del siglo XXI nos muestra un incremento exponencial de los problemas que tú defines «moral-culturales», que por un lado corresponden a la desmaterialización de la economía, al desarrollo de la técnica y a la virtualización de la experiencia, y por otro lado surgen de la desorientación mental y espiritual causada por el caos general que caracteriza a la época actual. Aquí yo veo una paradoja: sobreabunda hoy un gran parlotear de ética, sobre todo en los ambientes políticamente correctos, mientras los pilares éticos se están desmoronando. Hoy la ética en sentido propio, la ética occidental que conocemos desde Aristóteles, pasando por San Agustín, y de Pascal a Kant, hasta Juan Pablo II, se ve eclipsada por la etico-logía, un torrencial discursear de ética pero sin fundamenos ontológicos (la ontología está de hecho vetada, lo políticamente correcto la considera una mala palabra, porque evoca el nexo entre la moral y el terreno concreto, el espacio de pueblo y nación en el cual desarrollarla) y sin los ejes tradicionales, una suerte de ética posmoderna y «post-humana».
– ¿Qué papel tiene la Iglesia católica en este combate? ¿Crees que se ha producido un cambio de actitud con el relevo de Benedicto XVI por Francisco? ¿Es posible un despertar moral y cultural de Europa sin recristianización?
La Iglesia debería tener una importancia relevante en esta batalla, debería ser un baluarte en defensa de la identidad occidental; en cambio hoy, en su vértice parece alineada con sus tradicionales adversarios, con posiciones que, aunque no por lo que concierne a la defensa de la familia y de la vida, pero sí por lo que se refiere al mensaje político, son de matriz anticapitalista, de acuerdo con la concepción de la teología de la liberación.
Es una Iglesia de renuncia a la identidad, de abdicación con respecto a la cultura marxista-progresista y de rendición frente a la agresividad del islamismo. Y es además una Iglesia eminente y pragmáticamente política que no nos deja ya separar la religión de «lo que es del César», la profesión del credo, respecto de lo terrenal e institucional, que era la más decisiva de sus propias conquistas sociales: su poder espiritual. Nos obliga a mezclar lo que hay que distinguir.
Por lo que se refiere a la relación con el Islam, se ve de manera ejemplificadora lo que tú defines como el cambio de actitud con respecto al pontificado de Benedicto XVI: de lo que era una racional defensa de la identidad europea se ha pasado a una ideológica acción de disgregación de tal identidad. En base a esto se explica también la voluntad del Papa Bergoglio de convocar el Sínodo Amazónico, que representa una nueva frontera del cristianismo y un nuevo frente de lucha contra el sistema económico-social y cultural de Occidente.
Claramente, Europa no se salva sin lo que tú llamas recristianización, pero esta última podrá realizarse solamente a costa de una clarificación definitiva de la orientación de la Iglesia en cuanto lo social y político. Una iglesia pauperista, que se alía con los movimientos anti-occidentales de todo el mundo, es inconciliable con la civilización occidental y hasta con el sentir católico mismo, que con dicha civilización ha tenido siempre una relación de simbiosis y de ósmosis. No es para nada fácil recristianizar a Europa, si la misma Iglesia bergogliana debilita a la cristianidad europea.
– En tu libro, llamas “neoreaccionario” al frente de resistencia “oikofílica”. ¿Puedes darnos algunos ejemplos de pensadores neorreaccionarios relevantes? ¿Cuáles serían las grandes líneas de la respuesta teórica al progresismo neomarxista y liberal?
El neoreaccionarismo del que hablo no es una categoría política identificable con esquemas históricos, sino un concepto filosófico aplicado a la realidad actual, y que coincide con el concepto político del liberalconservadurismo. Este peculiar neoreaccionarismo también sirve para que se entiendan los errores del que se auto-mal-define como liberalismo de izquierda (que tiene que ver con el progresismo liberal americano) y para salvar al liberalismo auténtico.
La apertura hacia la alteridad no puede prescindir del análisis concreto acerca de quién es realmente ese otro al cual cada vez uno se quiere abrir: si el otro es portador de una voluntad de subyugación, hacia él no puede haber sino desconfianza (en el mejor de los casos), clausura y no apertura. Si el otro, pongamos, es una religión totalitaria como la islámica, ser liberales abiertos será muy poco útil, a lo sumo permitirá entablar algún coloquio. No podemos dejar de tener presente la frase de un alto exponente musulmán dirigida en 1999 al entonces obispo de Smirne, monseñor Bernardini, durante la segunda asamblea especial para Europa del sínodo de los obispos: «Gracias a vuestras leyes democráticas os invadiremos; con nuestras leyes religiosas os someteremos».
¿Qué es lo que queremos entonces: terminar bajo el yugo islámico o rectificar nuestros ejes teórico-políticos? No solo tenemos al islamismo; hay otros movimientos antioccidentales que han entendido que la fuerza de los principios liberaldemocráticos constituye hoy al mismo tiempo también la debilidad de nuestro sistema occidental, y concentran su acción precisamente sobre esos puntos débiles para transformar el sistema liberaldemocrático en un «totalitarismo angélico» (uso la expresión de Richard Millet), en una tiranía disfrazada de ese buenismo onmipresente. ¿Pensamos contrarrestar esta sofisticadísima máquina de guerra con unas pocas peticiones de principio? No, los europeos que se reconocen en el centroderecha político y cultural no aceptan esta rendición; y el creciente aumento en toda Europa de los movimientos liberalconservadores en sentido pleno, que forman la derecha no fascista y menos aún nazi, expresa precisamente este rechazo popular. Y es sobre esta base que se desarrolla la actividad del nuevo liberalconservadurismo, que no tiene nada que ver con el populismo, al contrario, es lo opuesto: el populismo le dora la píldora al pueblo, lo engatusa, y lo usa para fines e intereses que casi siempre son extrínsecos respecto del pueblo mismo, mientras que el liberalconservadurismo, aun en su forma soberanista (que precisamente se distingue del nacionalismo), actúa de manera diametralmente opuesta: escucha al pueblo o ciudadanía, comprende sus exigencias y trabaja para reforzarlo, para ayudarlo a crecer en todo sentido, desde lo espiritual hasta lo material.
Tenemos que desprendernos de lo que yo llamo la paradoja del liberalismo actual: ¿debe permanecer inmóvil, quieto en los principios, dogmáticamente anclado en un barco que se está hundiendo, o bien moverse y contribuir a salvar ese barco reforzando al mismo tiempo también sus principios? Siendo yo un liberal en el sentido de Acton, Bastiat, Hayek, Mises, Croce, Husserl, Ortega y Gasset, Luigi Einaudi, Leo Strauss, Raymond Aron, Milton Friedman o Ayn Rand, y un conservador en el sentido de Burke, Chateaubriand, Donoso Cortés, Ramiro de Maeztu, Prezzolini, Luigi Sturzo, Augusto Del Noce, Russell Kirk o Juan Pablo II, quiero que el liberalismo sobreviva, y por eso lo conjugo con una posición más decidida (y por ende más eficaz) en defensa de la tradición, con el conservadurismo puro, es decir el de valores, porque cuando se pierda la gran batalla de las ideas que se está llevando a cabo hoy sobre el suelo europeo, todo estará perdido, liberalismo incluido.
En el ámbito cultural, los neoreaccionarios franceses, desde Finkielkraut a Bruckner, Millet, Camus, Gauchet, de Benoist, Zemmour, Goldnadel, Trigano, junto con muchos otros de los que me limito a citar aquí algunos nombres: Scruton, Manent, Taguieff, Legutko, Brague, Allan Bloom, Alejandro Chafuén, tú mismo Francisco Contreras, delinean muy bien el perímetro, que es amplio, dentro del cual desarrollar la unión entre liberalismo y conservadurismo. En el ámbito político, los principales ejemplos en los que pienso para consolidar esta unión, son de Gaulle, Adenauer, De Gasperi, Franz Josef Strauß, Barry Goldwater, Reagan, Margaret Thatcher, Ariel Sharon y Benjamin Netanyahu, a los cuales permíteme que agregue también el José María Aznar de sus primeros años de gobierno.
– ¿Qué nos dirías de la situación en Italia? ¿Representa el éxito de la Lega un paso en la buena dirección? ¿Es Salvini “el que había de venir, o debemos esperar a otro”? ¿Cómo están reaccionando la intelectualidad y los medios a la política de Salvini?
La situación italiana es bastante complicada, por muchas razones: porque la situación económica del país es débil; porque el movimiento liberalconservador es atacado por una parte relevante de lo que los italianos llaman «poderes fuertes»; porque es obstaculizada por ese adversario poco visible pero de enorme poder que es lo políticamente correcto, y porque el poder burocrático-político de Bruselas intenta marginar todo lo posible a los partidos políticos que no se someten a su ideología. Dicho esto, en las últimas elecciones europeas de mayo, los tres partidos que componen el área liberalconservadora o, en términos políticos directos, el centroderecha, obtuvieron el 49% de los votos (Lega 34, Forza Italia 8, Fratelli d’Italia 7). La situación es por ende la siguiente: hay una mayoría de centroderecha en el país, mientras hasta hace algunas semanas, gobernaba una anómala coalición entre Lega y Movimento 5 Stelle, en la que prevalecía la tendencia, completamente escorada hacia la izquierda, de este último; y, aun permitiendo una positiva acción de gobierno para contrarrestar la inmigración masiva y el restablecimiento de las condiciones de mínima seguridad en la vida cotidiana, paralizaba de todos modos gran parte de los propósitos de la Lega, y evidentemente no permitía desarrollar una acción política, económica y cultural plenamente liberalconservadora.
Esta es la razón por la que la Lega ha decidido hacer caer ese gobierno contradictorio, pero una oscura conspiración parlamentaria ha formado una nueva mayoría entre M5s y Partido Democrático, la cual desplaza totalmente hacia la izquierda la acción del nuevo gobierno, que ya ha sido definido como «el gobierno más a la izquierda de la historia de Italia», cuya estabilidad es de todos modos muy precaria y podría pronto volver a caer.
Salvini y Giorgia Meloni (la presidenta de Fratelli d’Italia, el otro partido autenticamente liberalconservador) bien pueden ser juntos los líderes políticos que la mayoría del pueblo italiano espera, porque expresa realmente la voluntad de esa mayoría que, junto con la preocupación por la crisis económica, comparte la misma atención hacia los problemas de seguridad e inmigración, hacia la autonomía administrativa regional y el respeto por la tradición, también religiosa: factores todos ellos que, desde diferentes planos, contribuyen a la valoración de la identidad nacional. Esa mayoría de italianos, cuyos valores definen el perímetro del liberalconservadurismo, hoy carece de mayoría en el Parlamento, lo cual es efectivamente una anomalía democrática, y considero que precisamente por eso la oposición de centroderecha, respetando los necesarios y normales mecanismos democráticos, intentará lo más pronto posible, con elecciones anticipadas, volver a gobernar el país.
Al consenso popular con que cuenta esta derecha liberalconservadora, se contrapone una izquierda fragmentada y sobre todo electoralmente derrotada, que es artificialmente alimentada por los grandes medios y por esa corte de los milagros que es el mundo intelectual, cuyo pasatiempo favorito es el de disparar a bocajarro contra Salvini y contra Giorgia Meloni, a quienes acusa, infundadamente, de las peores infamias políticas y morales: violentos, fascistas, populistas, nacionalistas, xenófobos, racistas.
Pero ahora algo cambió: los italianos tienen menos miedo de expresar su opinión sobre temas candentes como la inmigración, la seguridad, las dificultades que existen en la relación con los extraeuropeos sobre todo musulmanes. Cuanto más los italianos se liberan de las ataduras de lo políticamente correcto, más los intelectuales de izquierda, que son políticamente correctos por definición, sienten que su poder va disminuyendo, y reaccionan de manera desatinada, llegando a insultar, a intimidar, y hasta a instigar a las peores acciones. Eso está pasando en Italia.
– ¿Crees que en países de Europa central como Polonia o Hungría está surgiendo una alternativa al progresismo oikofóbico-xenófilo de Europa occidental?
Precisamente desde esa zona de Europa que había sufrido la dictadura marxista-leninista se ha venido formando en estos años una fuerza muy útil para elaborar una estrategia que pueda vencer a esa patología: Polonia, Hungría, Republica Checa son pioneros. Hoy el Grupo de Visegrado es un símbolo de la oposición a esta Unión Europea, en defensa del espíritu europeo, a favor de la Europa vital e histórica, contra ese europeísmo de fachada que se ha transformado en la degeneración burocrático-retórica de Europa. Por eso, más allá de la posición geográfica, hay que tomar a Visegrado como el estandarte de una concepción distinta de Europa: cuando los euroburócratas dicen «más Europa» quieren decir «más Bruselas» y menos conciencias nacionales; mientras que los defensores del espíritu o estilo de vida europeo, dicen más Europa refiriéndose a más identidad, de cada una de sus naciones y del continente en su conjunto. Por lo tanto, diría, “¡más Visegrado y menos Bruselas!”: no la desintegración de Europa, sino, al contrario, su reconstrucción a partir de sus más nobles y más sólidas bases, su concreta regeneración.
En todo ello la agrupación de Visegrado es central, y ahora está acompañada por partidos numéricamente fuertes como Lega y Rassemblement National. Este bloque representa no solo una perspectiva política distinta, sino además una visión cultural alternativa al euroburocratismo de Bruselas, como has implicitamente sugerido en tu pregunta.