Imagen referencial.
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Parece que no puede haber tal cosa como una persona cristiana y capitalista. Se nos dice que, en el mejor de los casos, es una idea absurda; y en el peor, una herejía imperdonable. No sorprenderá a los lectores de este rincón de Actuall que no participe de esta opinión. Antes bien, al contrario.

Mónica Oriol, amiga de muchos años, y compañera de estudios del doctorado en la Complutense, me ha ayudado a ratificar la tesis sobre la compatibilidad entre cristianismo y capitalismo. Me regaló un libro de Jay W. Richard, cuyo título no puede ser más explícito y también provocador: Dinero, codicia y Dios. Por qué el capitalismo es la solución y no el problema.

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La gravedad del asunto es patente, porque resulta evidente que si el mercado libre es irreconciliable con la moral cristiana, entonces, efectivamente, no puede haber tal cosa como cristianos capitalistas.

El argumento de Richard se desarrolla mediante la discusión de una serie de mitos que son característicos del socialismo en todas sus variantes, y que subyacen a la presunta contradicción entre ética y economía de mercado.

Pretender ayudar a los pobres, que es un sentimiento noble, e imprescindible para los cristianos, no significa avalar cualquier medida o programa que tenga esa intención

Revisa, por ejemplo, la falacia del nirvana, que es la tentadora tendencia a comparar el mundo real con mundos fantásticos, por ejemplo, donde no hay escasez. Una variante, típica de la izquierda, es juzgar al capitalismo por sus peores resultados, pero al socialismo por sus mejores objetivos.

Una estratagema análoga es atender solo a las intenciones de las reformas políticas y legislativas, pero nunca a sus costes ni a sus consecuencias no previstas ni deseadas. Así, pretender ayudar a los pobres, que es un sentimiento noble, e imprescindible para los cristianos, no significa avalar cualquier medida o programa que tenga esa intención. Una subida del salario mínimo por encima de la productividad no ayuda a los pobres sino que los perjudica, aumentando el desempleo. No podemos felicitarnos por el gasto público ignorando a los trabajadores que lo sufragan con sus impuestos. Tampoco puede aplaudirse la ayuda exterior pasando por alto que rara vez sirve para resolver la pobreza de los países subdesarrollados. Tampoco cabe saludar el Estado de bienestar sin atender a sus consecuencias nocivas en términos económicos, políticos, sociales y morales.

Jay W. Richard nos recomienda que percibamos la complejidad de la realidad, y evitemos las soluciones simplistas, que suelen brotar de falsedades, como que las personas libres no pueden cambiar y mejorar sus vidas y el mundo que las rodea. Desmonta tópicos a propósito del consumismo o la ecología y nos advierte frente a los supuestos remedios milagrosos, que terminan por agravar las enfermedades.

Todo esto lo hace con una defensa constante de la religión. Critica a los liberales ateos, como Ayn Rand, y se apoya en abundantes citas del Antiguo y el Nuevo Testamento –hace poco publiqué un ensayo sobre el liberalismo y los Diez Mandamientos, al que remito al lector interesado.

Un esfuerzo importante del libro de Richard es intentar explicar el origen de la riqueza. A menudo existe entre los antiliberales un prejuicio sobre ella, porque la contemplan como una suma cero. Es decir, nos quieren convencer de que, como Amancio Ortega es mucho más rico que nosotros, entonces esa desigualdad nos perjudica.

El análisis de la riqueza lleva a la siguiente conclusión: la clave del capitalismo no es la codicia, ni siquiera la competencia; la clave es que permite la creación de riqueza.

Esa suma positiva lleva a Richard a refutar otra noción popular, que asocia el capitalismo con el materialismo. Es al revés, porque se trata de un proceso que es en realidad espiritual: “La riqueza se crea cuando nuestra libertad creativa puede prosperar en un ambiente de libre mercado, afianzado sobre el imperio de la ley y rodeado de una rica cultura moral”.

La riqueza, en suma, brota de la mente humana, precisamente esa con la cual debemos amar a Dios (Mt 22, 37).

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