En este rincón de Actuall he abordado los errores que a mi juicio cometen los antiliberales sobre el Papa Francisco y también los de los propios liberales. Hoy me ocuparé de analizar el liberalismo antisocial que el Papa critica, con razón.
Me apoyaré en el ‘Mensaje del Santo Padre a los participantes en la Sesión Plenaria de la Pontificia Academia de Ciencias Sociales‘, de abril de 2017, considerado un paradigma del antiliberalismo papal.
Algunas personas creen que La Sexta da información.
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Suscríbete ahoraFrancisco condena dos extremos, y no acepta “ni la visión del mundo liberal-individualista, en la que todo (o casi) es trueque, ni la visión centrada en el Estado en la que todo (o casi) es obligación”.
Queda claro, de entrada, que el Papa no respalda la sociedad centrada en el Estado, es decir, la sociedad de los fascistas o los comunistas. Pero la contrapone a una sociedad que llama “neoliberal”, que describe como “la radicalización del individualismo en términos libertarios, y por lo tanto anti-sociales”, y que rechaza en estos términos:
Si el individualismo afirma que es sólo el individuo el que da valor a las cosas y a las relaciones interpersonales y por lo tanto, solamente el individuo decide lo que es bueno y lo que es malo, el libertarismo, hoy tan de moda, predica que para fundar la libertad y la responsabilidad individual se deben recurrir a la idea de auto-causalidad. Así, el individualismo libertario niega la validez del bien común, ya que por un lado presupone que la idea misma de “común” implique la constricción de al menos algunos individuos, por otro que la noción de “bien” prive a la libertad de su esencia .
Ahora bien, esta posición, que “exalta un ideal egoísta”, es incompatible con el grueso de las corrientes del pensamiento liberal, que subrayan la importancia de las reglas, es decir, “la constricción de al menos algunos individuos” —por cierto, no veo yo a ninguna escuela liberal “tan de moda”.
El liberalismo es social, y en tal sentido compatible con lo que piensa el Papa
El liberalismo ha considerado siempre a la persona un ser simultáneamente individual y social, como apunta el padre Robert Sirico, sacerdote católico cuya obra analizamos aquí el mes pasado.
El liberalismo es social, y en tal sentido compatible con lo que piensa el Papa. No se centra en la economía, el comercio o el trueque, como dice Su Santidad, sino que lo hace en la dignidad de la persona humana dentro de una comunidad.
Incluso desde la estrecha perspectiva económica, el liberalismo puede propugnar una teoría del valor subjetiva —en contra, por ejemplo, de la teoría objetiva de los marxistas— pero la idea de que “es solo el individuo el que da valor a las cosas” es contraria al mercado libre, donde las cosas son valoradas por el acuerdo entre las personas —ellas tiene su criterio subjetivo sobre el valor de cada cosa, pero no pueden determinarlo por su cuenta, y ninguna de ellas puede imponer su criterio sobre el de las demás.
Asimismo, el Papa, en línea con la antigua tradición liberal de la Iglesia Católica, defiende la libertad no solo en el sentido negativo (libertad frente) y positivo (libertad para), sino en el sentido de una libertad que “va de la mano con la responsabilidad de proteger el bien público y promover la dignidad, la libertad y el bienestar de los demás, hasta llegar a los pobres, a los excluidos y a las generaciones futuras”.
Habrá antiliberales que interpreten estas palabras como un aval para la expansión del poder político sobre las personas, pero creo que se equivocan, porque precisamente la limitación del poder y por tanto la libertad, no solo promueve la dignidad sino que facilita que los pobres y excluidos puedan mejorar su condición, como hemos visto que ha sucedido en las últimas décadas. El intervencionismo, además, es contradictorio con lo que sostiene el Papa sobre el trabajo como “una capacidad y una irreprimible necesidad de la persona”, que tiene derechos y libertades por el hecho de serlo: “es la persona la que ha decidir sobre su propio trabajo, la autogeneración es el resultado de la autodeterminación de la persona”. Difícilmente podrá pensar lo mismo un socialista.
El Papa invita a una sociedad donde los seres humanos participen, pero en el sentido de una sociedad donde las personas puedan crear riqueza: “una sociedad participativa no puede contentarse con el horizonte de la mera solidaridad y del asistencialismo”. Pide justicia en la producción y distribución, lo que difícilmente pueda alcanzarse mediante el proteccionismo y el cierre de los mercados, que impiden a las personas “participar de formas diferentes en el bien común” conforme a “su plan de vida”.
Es muy cierto que Francisco señala las “disfunciones” de los mercados, aunque podemos resaltar que las destaca “especialmente en el campo financiero”, es decir, un campo donde la intervención del Estado es profusa y profunda. Y con malos resultados.
Como he señalado, soy consciente de que los textos del Pontífice son susceptibles de ser interpretados de forma antiliberal, lo que, por cierto, vale para numerosos mensajes de la Iglesia. Jamás he sostenido que el catolicismo sea una religión para liberales, puesto que obviamente es una religión para todos y nunca ha pretendido ser otra cosa. Lo que digo es que la Iglesia en general, y el Papa Francisco en particular, son una Iglesia y un Papa también para los liberales, también para las personas que creemos que el liberalismo posibilita y propicia una relación armónica entre el bien de cada persona y el bien común, mientras que el antiliberalismo tiende quebrantar dicha relación.
El liberalismo, en resumen, es necesariamente social, tan social como individual, y así lo han reconocido sus más ilustres representantes. La idea de un ser humano egocéntrico, volcado exclusivamente en su propia individualidad, y desdeñoso del bienestar de los demás, encaja muy mal con el pensamiento de Adam Smith, que en la primera página de su Teoría de los Sentimientos Morales dejó escrito lo siguiente:
Por más egoísta que se pueda suponer al hombre, existen evidentemente en su naturaleza algunos principios que le hacen interesarse por la suerte de otros, y hacen que la felicidad de éstos le resulte necesaria, aunque no derive de ella nada más que el placer de contemplarla.