
La Ley Celaá es el sueño húmedo de un Pol Pot. Es la plasmación en forma de ley de esa advertencia que nos hizo la propia ministra de Educación en su día, ese “los hijos no son de los padres”, que no significaba más que la confirmación de que, para nuestros amos, nuestros hijos son suyos, del Estado. Y es un Estado que no se presenta en este caso in loco parentis, sino directamente contra parentem.
Para ir abriendo boca, en el Congreso se debatía al tiempo de escribir esto las ayudas que recibirán los centros educativos afectados por la crisis del coronavirus: 2.000 millones para la pública y 0 para la concertada.
Algunas personas creen que La Sexta da información.
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Suscríbete ahoraCelaá sabe lo que le conviene a nuestros hijos. Y lo que no: no le conviene esa misma educación que tuvo ella, religiosa y privada en un prestigioso colegio de Bilbao. Tampoco el tipo de colegio al que envió a sus hijas, el Bienaventurada Virgen María–Irlandesas de Leioa (Lejona), un concertado confesionalmente católico en el que los alumnos, uniformados, reciben una educación trilingüe (español, vascuence, inglés) y en el que, en la fecha en que las matriculó inicialmente, ni siquiera era mixto.
No lo tomen a mal. El indigesto mejunge que pasa hoy por opinión obligatoria, la misma que hace ondear la bandera de un grupo pantalla de la izquierda en edificios oficiales sin que nadie lo haya votado, está bien para hacérselo tragar a la plebe, a usted y a mí, pero no hay modo de vivirlo en uno mismo.
Lo que hace Celaá prohibiéndonos elegir cómo queremos que se eduque a nuestros hijos sino nos sobra el dinero, mientras ella misma elige un exclusivo colegio privado para sus hijas, se llama ‘preferencia revelada’, y otro gallo nos cantaría si nos fijáramos más en eso que todo lo que dicen.
Es ya un tópico que la gente, cuando se le pregunta qué programas ve, diga que los Documentales de la 2 y cosas este cariz. Pero si en vez de escuchar lo que dicen observamos los implacables ‘ratings’, vemos brillando en las listas bazofia como Sálvame Deluxe, que es lo que de verdad se ve.
Para saber qué piensan realmente, cómo son de verdad y qué les parece bueno o malo, ignoren por completo lo que digan, mucho menos lo que nos impongan y observen lo que eligen para sí mismos
Hablar es gratis, y todo el mundo está al cabo de la calle de lo que debe decir para quedar bien. Pero, en cambio, lo que hacemos con nuestro dinero y con nuestro tiempo rara vez engaña: ahí se ven nuestras verdaderas preferencias. Y nuestras verdaderas ideas.
Yo, por ejemplo, podría (con un trivial cambio de sexo) presentarme como un líder de izquierdas puro como la azucena, absorbido por la felicidad del proletariado, creyente devoto en todos los principios de la modernidad, incluido una exquisita sensibilidad hacia el feminismo. Puedo decir, no sé, que nunca cobraré como cargo público más de tres veces el salario mínimo interprofesional, o que no me mudaré nunca del piso de protección oficial en el que vivo en un barrio obrero, porque quiero estar cerca de la gente cuando bajo a comprar el pan. Esas cosas, por qué no, gustan mucho a la chusma.
Pero si luego gano como trece o catorce veces el SMI y me mudo a un casoplón con piscina y vigilancia 24/7 en una urbanización en Galapagar, no sé, quizá no era totalmente sincero. O si tengo a mis colaboradoras como harén sucesivo (no, que sepamos, simultáneo), a las que proporciono un cargo público como premio de consuelo cuando las dejo; o me confieso en privado como “marxista devenido en psicópata” porque “azotaría hasta que sangrase” a una popular periodista televisiva, a lo mejor, no sé, no soy tan exquisitamente feminista.
O si, digamos, soy una vicepresidente socialista enamorada de ‘lo público’ que me he hartado de poner por las nubes la sanidad privada, y en cuanto tengo un susto coronavírico me voy corriendo a ingresar en la Ruber Internacional -privada e incluso exclusiva-, se me ocurre que es posible que mi fe en lo estatal no sea exactamente como predico.
Eso es lo que no falla: lo que hacen con su vida. Eso es en lo que de verdad creen. Entonces, ¿no es cierto que Celaá crea en la conveniencia de acabar con la elección libre de centro, con la libertad de los padres para decidir la educación de sus hijos? No, no: en esto es absolutamente sincera. Lo que no cree es que sea buena. Sencillamente, cree que los españolitos serán más controlables y fáciles de pastorear si desde pequeños se les programa al gusto.
Pero es para los otros, y saben que es mala y que apenas merece el nombre de ‘educación’. Los poderosos son otra cosa, y el poder, el verdadero poder, es eximirse uno mismo de las mismas cosas que impone a la gente corriente. Pablo Iglesias en la oposición haría arder las calles si un vicepresidente del PP pretendiera salvar su hogar de las protestas que urdiría el propio Pablo cortando calles y dejando media Sierra de Madrid sin protección, porque tiene a todos los policías custodiando su hogar. Pero él es él, esa es toda la cuestión.
Así que, ya saben: para entenderles, para saber qué piensan realmente, cómo son de verdad y qué les parece bueno o malo, ignoren por completo lo que digan, mucho menos lo que nos impongan y observen lo que eligen para sí mismos y sus seres queridos.