Simone Biles se ha convertido en serpiente del verano y estrella fugaz de nuestra izquierda. Juegos Olímpicos de Tokio, postergados a este verano, iban a encumbrarla como la mejor gimnasta del momento, con el permiso de sus rivales, y de la diosa Fortuna, tan caprichosa ella.
Pero un freno interno lo ha detenido. Ella dice que no ha podido superar la presión, y yo me quedo con ello. No tengo razones para desconfiar de su palabra, ni para pensar que no ha querido participar por temor a un control de lo que corre por su sangre. De hecho, participa en la final de barra de equilibrio.
Algunas personas creen que La Sexta da información.
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Suscríbete ahoraLo que recorre sus venas es un deseo de atención constante; una adicción a la fama, a la que se vio arrojada en 2016, cuando tenía 19 años. Biles se ganó la admiración de millones de personas. Las marcas volcaron su patrocinio sobre ella, para interponerse entre la estrella y los ojos bien abiertos de sus admiradores. Quizás el espejo poliédrico de las redes sociales, en el que Biles se miraba con afán, haya extendido las inseguridades de la adolescencia. No sólo en el caso de la gimnasta, sino en el de toda una generación de jóvenes, quizá ya dos, que no conoce la libertad del anonimato.
La izquierda ha cambiado tanto, que ha dejado de celebrar la victoria de las rusas para elogiar el fracaso de la estadounidense. Su carácter, menos que perfecto, es interpretado como ejemplo de las enfermedades mentales. Y esos males son el reflejo de una sociedad enferma, según lo entiende la izquierda internacional. Lo que no miran nuestros próceres del progresismo son las horas de ímprobo esfuerzo, búsqueda de perfeccionamiento individual, y acusado sentido de la competición que han conducido a la gimnasta a ser quien es. No le elogian por ello, porque son los valores contrarios a los que defienden.