Una de las obras más vistosas de la sala del Louvre dedicada al romanticismo francés es “Oficial de Cazadores a caballo de la Guardia Imperial, a la carga”, de Géricault. Conocida también como “el húsar a caballo”, retrata fielmente la indumentaria de los oficiales de caballería del siglo XIX. Húsares, dragones y lanceros conformaron la élite de los diversos cuerpos de ejército hasta casi la Segunda Guerra Mundial. Aquí fue donde la caballería expiró definitivamente en un lance tan heroico como inútil, cuando jinetes polacos cargaron de forma suicida contra los tanques alemanes de la Wehrmacht. Pero hubo otro acontecimiento, casi un siglo antes, que pasó a los anales de la historia como la carga más gloriosa y estéril que se recuerda. Los niños de la Inglaterra victoriana debían estudiarlo en la escuela, y recitaban los hechos más significativos de “La Carga de la Brigada Ligera” como sólo la flema británica es capaz de reproducir.

Estamos en 1854. El zar Nicolás I de Rusia, cuya voracidad imperialista va en consonancia con su incapacidad, entra en guerra con Turquía, Inglaterra y Francia por una nimiedad relativa a la custodia de los Santos Lugares. El teatro de operaciones se sitúa en la península ucraniana que le daría nombre al conflicto, Crimea. Allí tuvo lugar el hecho que nos ocupa, en una población llamada Balaclava, hoy perteneciente a Sebastopol. El puerto era uno de los más importantes del Mar Negro, por lo que su control se antojaba fundamental para el desarrollo de la contienda. Durante la mañana del 25 de octubre, las hostilidades fueron sumamente cruentas.

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A las afueras, en Kadikoi, un pequeño grupo de “casacas rojas” ingleses, el 93º Regimiento de Highlanders, detuvo una carga de la caballería rusa con tan solo una exigua formación de dos hileras de fusileros. Lo aparentemente frágil de su composición le valió el sobrenombre de “la delgada línea roja” -“the thin red line”- por parte de los historiadores militares británicos. No obstante, esos mismos historiadores han debatido con profusión las consecuencias de una orden del comandante en jefe británico, Lord Ranglan. Militar curtido en España -junto a Wellington- y Bélgica, donde perdió un brazo en la batalla de Waterloo, destacaba más por sus ímpetus que por su capacidad de análisis.

Viendo que la brigada pesada había logrado contener el avance de los rusos y que éstos se estaban apresurando a desmontar unos cuantos cañones del flanco izquierdo, dijo a su ayudante de campo, el capitán Nolan, que ordenase a lord Cardigan, comandante de la Brigada Ligera, que impidiese tal acción. Pero cuando Nolan transmitió la orden, en vez de señalar a los cañones del flanco, dirigió su mirada hacia el grueso de las baterías artilleras rusas, donde 30 cañones y varias unidades cosacas aguardaban. Era suicida, sí, pero era una orden.

Hay que imaginar una explanada de más de dos kilómetros por la que marcharon en perfecta formación 673 húsares, dragones y lanceros, con lord Cardigan y James Nolan a la cabeza. Al paso, al trote, al galope y finalmente al galope a la carga, los británicos avanzaron hacia una muerte segura, ante la estupefacción de los rusos, que no daban crédito a lo que veían. Masacrados por la artillería del zar y la fusilería cosaca, un puñado de ingleses consiguió traspasar las líneas rusas, causar importantes destrozos y volver grupas al campamento, eso sí, sin abandonar la formación un solo instante. De 673, apenas regresaron 195. Su acción no cambió el curso de la guerra, pero sirvió para que cronistas de excepción como el mismísimo Rudyard Kipling la glosaran como una de las más gloriosas de la historia militar.

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