Imagen referencial /Pixabay
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Me encantan los perros y los gatos. En general, me gustan todos los animales de compañía. Suelen ser cariñosos, graciosos y, como su nombre indica, te dan una excelente compañía. Vaya esto por delante para que quede clara mi postura.

Lo que últimamente me gustan menos son algunos dueños de esas mascotas. Y básicamente, porque parecen haber olvidado que solo tienen un perro o un gato y les cuidan más que si fuera un hijo. Les dedican más arrumacos y caricias. Les consienten sus caprichos y se desviven por su felicidad. Esto ya ha pasado de castaño oscuro.

Algunas personas creen que La Sexta da información.

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No hablo ya de las aceras que parecen un campo de minas con excrementos de perros que uno tiene que ir sorteando. Esto, lamentablemente, se ha convertido en un clásico. Va un tipo con su chucho; éste se detiene para hacer popó en medio de la acera, deja su regalo en el suelo y el chucho y el dueño prosiguen su camino como si nada. Ya vendrá una moto-caca para limpiarlo, que para eso pagamos al Ayuntamiento. Y, si mientras tanto, algún despistado transeúnte pisa el truño, pues mala suerte. Que hubiese estado más atento.

Hay una norma que debería ser básica: si no estás dispuesto a recoger las cagadas de tu perro, no tengas perro. Sencillamente, no estás preparado para ello. Así de simple.

Pero vayamos a lo que me ha pasado recientemente. Hace unos días, llegaba yo a mi casa. Una señora ya entrada en años paseaba con su perrito. En eso, al can le entran ganas de vaciar la vejiga y comienza a hacerlo… en la misma puerta de acceso a mi urbanización. La señora ni se inmuta; espera pacientemente a que su tesorito alivie la vejiga y sigue adelante.

– Pero señora, ¿no puede usted hacer que su perro mee dos metros más allá, y no en la puerta por la que accedemos decenas de personas cada día?

Farfulló algo y le dio absolutamente igual. Su perrito tenía que descargar y lo hizo donde le venía en gana.

– No se preocupe, señora. Cualquier día iré yo a su casa a mear en su puerta, a ver qué le parece.

Con determinadas mentalidades, las argumentaciones más absurdas son las únicas que funcionan.

A los pocos días me encuentro en la sierra de Madrid dando un paseo por el campo. De pronto, me salen al paso dos perros, uno de ellos de un considerable tamaño, ladrando, amenazando y enseñando los colmillos. Me rodean y no me dejan avanzar. Yo no suelo tener miedo de los animales, pero esta vez sí que temí que me pudieran dar un bocado. Y no era lo que más me apetecía en ese momento.

En una sociedad que se rige en gran medida por el sentimentalismo, cada vez se escucha más la frase de “prefiero la vida de mi perro antes que la de muchos humanos”

A unos 20 metros de distancia aparecieron los dueños, una familia con un par de críos. Empezaron a llamar sin mucho convencimiento a los perros, que no les hicieron el más mínimo caso. Pasaron unos 30 segundos de cierta angustia donde yo seguía rodeado por dos perros rabiosos que me ladraban y me mostraban sus colmillos. Al cabo de ese tiempo, al niño pequeño se le ocurrió venir corriendo para sujetar a los canes.

Yo le dirigí una mirada de bastante cabreo a la mujer (el hombre parecía que pasaba y que la cosa no iba con él) y le dije que qué diantres hacían con unos perros sueltos; que si no los tenían educados, no podían ir amedrentando a la gente por ahí. Me soltó el típico “no muerden” y comenzó con un alegato animal que ya me tocó bastante las narices: «Los perros también tienen derecho a ser libres y a que no les tengamos que llevar siempre con correa».

– No, señora, lo que no hay derecho es que uno vaya caminando plácidamente por el campo y se le abalancen dos perros amenazándole y mostrándole los colmillos. ¿Tan difícil es de entender?

Y luego me soltó otra perorata y terminó con un “no somos dioses”.

Podrían fluir ríos de tinta sobre cómo algunos han colocado a los animales casi al mismo nivel del ser humano. Esto ha ocurrido, claro, porque  cuando uno ha perdido la noción de la dignidad del hombre, éste no le parece más que un conjunto de células, exactamente igual que un mono, una ardilla o una ameba.

Si se pierde el sentido de la trascendencia y de la misión del ser humano en esta vida y en la siguiente, se desenfoca toda la realidad. Y, en una sociedad que se rige en gran medida por el sentimentalismo, cada vez se escucha más la frase de “prefiero la vida de mi perro antes que la de muchos humanos”.

En fin, que, como ven, la cosa va mucho más allá de recoger las cacas de los perros y de tenerlos educados. Va de tratarlos como lo que son, animales, -y eso no implica en ningún caso el maltrato-, porque, seguramente, tratarlos como a humanos sea precisamente una sutil variante de maltrato animal. Al perro hay que tratarlo como al animal fiel que es, y al gato, como al gato que es.

Así que no sobreproteja tanto a su perrito, señora, y edúquele. Los que amamos de verdad a los animales se lo agradeceremos.

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