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Ahora que hasta nuestra vicepresidente Carmen Calvo, viendo pelar las barbas de sus vecinos, se apunta al realismo biológico pregonado por el autobús de HazteOír, va el Tribunal Supremo norteamericano -que allí hace las veces de Constitucional- y lo tira todo por la borda.

Por una mayoría de seis contra tres, el Tribunal Supremo norteamericano ha decretado que las disposiciones antidiscriminación de la Ley de Derechos Civiles se aplican no solo al sexo como se ha entendido durante miles de años, durante toda la historia en todas partes, sino también a la orientación sexual y, tachán, el sexo percibido. Bienvenido al mundo Disney convertido en ley de la tierra, donde para cambiar de naturaleza solo hay que desearlo fuerte al paso de una estrella fugaz.

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Para colmo de desolación, el encargado de elaborar el dictamen ha sido Neil Gorsuch, uno de los jueces supuestamente conservadores propuestos por el presidente Donald Trump, esperanza de todos los que quieren ver un vuelco en ese directorio de nueve dictadores que deciden la marcha hacia el progresismo radical de la sociedad norteamericana, vote lo que vote.

Ahora que el Supremo se ha apuntado a la teoría de género, toda la sociedad norteamericana, en lo que a su marco jurídico se refiere, ha salido de ese esquema inmutable desde que el Homo sapiens sapiens recorre el planeta

El cambio puede presentarse como algo técnico, y es probable que el americano medio, entre la metódica destrucción de sus ciudades protagonizada por amotinados a sueldo de las grandes fundaciones globalistas y el miedo al Covid-19, no advierta de primeras que su sistema jurídico ha despegado de la realidad y se mueve ya en los mundos de Yupi. El despertar puede ser brusco, cuando, digamos, vea entrar detrás de su hija en los aseos de cualquier local público a un tipo con aspecto de leñador canadiense que se ha proclamado mujer unas horas antes. Por ejemplo.

Las leyes puede ser buenas o malas, justas o injustas, draconianas o laxas; pero hasta ahora incluso las peores partían de la realidad de las cosas, en la mayoría de los casos. Hace tiempo que no se legisla sobre el trato con hadas y gnomos.

El Título VII de la citada Ley de Derechos Civiles de 1964 especifica que nadie puede contratar o despedir, o discriminar en modo algunos, por razón de “raza, color, religión, sexo u origen nacional”. La ley respondía así a las llamadas ‘leyes de Jim Crow’ que en algunos estados sureños discriminaban abiertamente contra los negros y era consecuencia del movimiento por derechos civiles que tuvo por uno de sus líderes al reverendo Martin Luther King.

Y si uno examina la lista verá que, salvo la religión -que no es algo que uno cambie frívolamente para conseguir un trabajo, siendo la personas visión del mundo-, todo lo demás describe rasgos que el individuo no puede alterar a placer. Hasta ahora, claro.

En la mente del legislador, es muy obvio que sexo significa una de estas dos cosas: varón o mujer. No hay más. Las partes contratantes de la pareja biológica necesaria y suficiente para la continuación de la especie. Hay lagartijas que se reproducen sin concurrencia de varón, el hongo del pan se reproduce por esporas, la estrella de mar se reproduce dividiéndose en dos nuevos especímenes. Los seres humanos lo hacen mediante la unión de un varón y una hembra, en una división que define dos grupos diferenciados.

Pero ahora que el Supremo se ha apuntado a la teoría de género, toda la sociedad norteamericana, en lo que a su marco jurídico se refiere, ha salido de ese esquema inmutable desde que el Homo sapiens sapiens recorre el planeta. El ‘sexo’ de un individuo puede ser también el producto de una fantasía del individuo, el que quiera ser, el que se figure que es, el que declare a voluntad. Es una ficción sancionada por el Estado, pero una ficción con consecuencias muy reales.

El sexo real, el biológico, el inalterable e incluso el único que afecta a la abrumadora mayoría de la humanidad, ha dejado de existir en Estados Unidos como categoría jurídica

Ahorraré las contorsiones que tiene que hacer Gorsuch en su exposición razonada de la sentencia para justificar semejante salto en el vacío, no porque no tenga algún interés el ejercicio en casuística demente, sino porque da un poco igual: hace tiempo que estamos hechos a la idea de que todo esto tiene que salir, que las mayores locuras del pensamiento progresista tienen que realizarse, que tenemos aún que tocar fondo antes de empezar una dudosa vuelta a la normalidad. Ni un paso atrás, no importa lo que se vote o lo supuestamente conservador que parezca el juez.

No es que vaya a cambiar nada en las grandes multinacionales, que hace tiempo se lanzaron con entusiasmo a la piscina sin agua de lo políticamente correcto, creando costosos departamentos de ‘diversidad’ para no dejarse ganar por nadie en disparates posmodernos.

Lo peor, sin embargo, está por llegar. Quédense con esto: el sexo real, el biológico, el inalterable e incluso el único que afecta a la abrumadora mayoría de la humanidad, ha dejado de existir en Estados Unidos como categoría jurídica. Ahora solo significa, como en el diálogo de Humpty Dumpty en Alicia a través del espejo, lo que cada uno quiera que signifique. Y usted -sí, usted- tendrá que aceptarlo por ley.

Porque el americano medio, el americano normal que solo quiere que le dejen en paz y que no se mete con nadie, tendrá que someterse a la humillación ritual de confesar en alto lo que sabe falso, lo contrario de lo que ve, y llamar “señora” a un señor. El profesor tendrá que referirse en femenino a un alumno que se declare tal, o ser despedido, este sí legal y legítimamente. Igual el dependiente al cliente, y así sucesivamente. Pueden ustedes mismos imaginar cientos de derivaciones, a cada cual peor.

A la larga, cuando todo es ‘fluido’, cuando la verdad no existe o es relativa, solo podrá determinarse de una manera: por la fuerza. No lo olviden.

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