
Es cierto que vivimos una campaña de criminalización del varón en cuanto tal, desde el Me Too a los informes del Ministerio de Igualdad que conceptúan una mirada o un requiebro como agresión sexual; desde las charlas sobre “masculinidad tóxica” en colegios a una Ley de Violencia de Género que destruye la presunción de inocencia. La demonización del varón es aberrante en tanto que generalizadora y nefasta porque promueve la guerra de sexos. Sin embargo, muchos –empezando por las actrices francesas que firmaron un contramanifiesto anti-Me Too– han respondido denunciando la faceta “neopuritana” que está adquiriendo el feminismo y reivindicando la libertad sexual.
Uno de los muchos méritos del formidable The Diversity Delusion, de Heather MacDonald, es demostrar que ha sido precisamente la liberación sexual la que nos ha traído la paranoia actual. Su punto de partida es el dogma progre de la “campus rape culture” (“cultura de la violación universitaria”), según el cual entre el 20% y el 25% de las estudiantes norteamericanas “son violadas o sufren intentos de violación” en la Universidad. El dogma es asumido tanto por las administraciones como por las principales Universidades, que dedican ingentes fondos a campañas de prevención, “hot lines” telefónicas de ayuda a las supuestas víctimas 24 horas sobre 24, etc.
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Si el dato de un 20% de violadas fuese verdad, la Universidad norteamericana sería el lugar más peligroso del planeta para las mujeres, a la par con los campamentos del Daesh. Y resultaría desconcertante que las chicas sigan esforzándose denodadamente por ser admitidas en Facultades mixtas en las que correrán un riesgo de uno sobre cinco de ser atacadas. MacDonald comenzó una investigación casi detectivesca. Consultó a las telefonistas-consejeras: resulta que casi nadie llama. Y de los supuestos miles de violaciones, las denunciadas a policía y tribunales se pueden contar con los dedos de la mano. (La interpretación oficial de este hecho es que las chicas tienen miedo de denunciar: como si el campus de Harvard fuese una aldea del Punjab profundo).
MacDonald fue atando cabos. Las “violaciones universitarias” no son tales: son revolcones en noches de desenfreno. “Las chicas beben alcohol casi hasta perder la conciencia antes de y durante las fiestas en residencias universitarias. El alcohol libera al sujeto de sentido de la responsabilidad y proporciona una excusa para actos que no cometerían ordinariamente” (p. 125). Esos actos, por supuesto, incluyen a menudo encuentros sexuales con chicos a los que apenas conocen. A la mañana siguiente se descubren en camas de semidesconocidos.
Y se sienten muy mal. Se sienten sucias y utilizadas. Entonces oyen a feministas que les explican que vivimos “una epidemia de violaciones”, que el patriarcado acecha por todas partes… Y procesan su remordimiento post-coital en clave victimista: su canita al aire fue en realidad una violación. Con una parte de su mente, seguirán sabiendo la verdad (por eso no denuncian a la policía), pero con la otra intentarán convencerse de que han sido aplastadas por el patriarcado: se pondrán camisetas de “rape survivor” y engrosarán la estadística del 20% de violadas.

No, las chicas traumatizadas de los campus no son víctimas del patriarcado, sino de la revolución sexual. Y esa revolución la trajeron las feministas de los años 60 y 70: las Beauvoir, Millet, Firestone… (su epígona Carmen Calvo sigue en la misma onda: “Hay que acabar con el estereotipo del amor romántico, que es machismo encubierto”). Hasta mediados de los 60, las autoridades universitarias asumían una responsabilidad in loco parentis (se subrogaban en el lugar de los padres) garantizando estándares de contención sexual en los campus: residencias segregadas por sexos, prohibición de introducir en la habitación visitantes del sexo contrario, etc. Todas esas reglas fueron rechazadas como rancias por la revolución sexual de los 60-70, que fue institucionalizada después como cultura oficial, y lo sigue siendo a día de hoy.
Escribe MacDonald: “En lo sucesivo, hombres y mujeres competirían como iguales en el campo de batalla sexual. La idea del pudor femenino, declararon las liberacionistas, era simplemente una coartada para el machismo. La caballerosidad fue ridiculizada; se dio por supuesto que el deseo sexual femenino tenía que ser tan voraz como el masculino; las mujeres ya no necesitarían elaborados rituales de cortejo” y serían capaces de disociar el deseo físico del compromiso sentimental (p. 140).
Pero todo era mentira. Las mujeres han pagado y siguen pagando un precio muy alto por una revolución sexual que, so capa de feminismo, les imponía en realidad los patrones de la libido masculina.
Nadie se atreve a denunciar esto, nadie quiere exponerse al anatema de “rancio”: la libertad sexual es uno de los ídolos inatacables de nuestro tiempo. Tampoco, por supuesto, los administradores universitarios y legisladores estatales que, para hacer frente a la “ola de violaciones”, en lugar de proponer una moral sexual más restrictiva, insisten en el liberacionismo, pero rodeándolo de una superestructura complejísima de requisitos porno-burocráticos. Las Universidades norteamericanas distribuyen hoy a sus estudiantes folletos de decenas de páginas de admoniciones sobre cómo fornicar de manera progresista y segura, con prolijas definiciones de qué deba entenderse por “consentimiento informado y recíproco”, “mutuamente comprensible” (¿y si la chica no habla bien inglés y no entiende lo que le están proponiendo?), “no indefinido”, “reversible” (una puede empezar la faena y arrepentirse in medias res)… Y con respuestas a dudas lúbrico-psicológicas como: “¿Implica necesariamente consentimiento el hecho de que la chica le ponga un preservativo al chico?”.

Conclusión: “Cuando eliminas las reglas de prudencia y contención del impulso sexual, necesitas ejércitos de funcionarios, burócratas y consultores para proteger a las mujeres de la conducta ‘indeseable’”.
El feminismo causó todo esto animando a las chicas en los 60-70 a saltar de cama en cama. Ahora, en lugar de reconocer el error, aprovecha el sufrimiento provocado por su revolución para atizar el victimismo femenino y denunciar el patriarcado y la masculinidad tóxica. (Huelga decir que los maromos que intentan pillar cacho en las orgías juveniles no lo hacen para “afirmar el patriarcado”: sus intereses son más inmediatos y prosaicos).
MacDonald –una intelectual agnóstica y prestigiosa que a sus más de 60 años no tiene nada que demostrar ni temer- afirma con coraje que el Me Too no es neovictoriano, sino contradictoriamente liberacionista-restrictivo (¡viva la promiscuidad!… pero con pólizas previas de consentimiento informado). Y que la solución sólo podrá venir del cuestionamiento de la revolución sexual y de un verdadero neovictorianismo: “La solución no consiste en asfaltar una cultura sexual sórdida con complejas garantías procedimentales: la solución es rechazar esa cultura enteramente. Las chicas pueden evitar el riesgo de padecer lo que las feministas llaman “violación”: basta con no emborracharse y no meterse en la cama con un tipo al que apenas conocen. Los chicos pueden, también, reducir radicalmente el riesgo de ser acusados infundadamente de violación: basta con no emborracharse y acostarse con una chica a la que apenas conocen”.

Y las madres que temen por sus hijos varones expuestos a la arbitrariedad estatal-feminista podrían decirles: “Espera. Encuentra una novia y cúbrela de afecto y respeto. Escríbele cartas de amor en mitad de la noche. Escóltala a su casa después de una cita, despídete castamente y vuelve a tu casa”. Y concluye: “Esos esfuerzos de autocontrol se hacían en otro tiempo, y nada impide que se puedan hacer de nuevo” (p. 147).