
Los libros que han configurado la sociedad del siglo XXI fueron escritos en los 60 y 70 del siglo XX (“ha tenido lugar una mutación antropológica hacia 1974”, afirma con desarmante precisión un personaje de Las partículas elementales de Michel Houellebecq). El año que viene se cumplirá medio siglo de la publicación de Sexual Politics de Kate Millet (1970). Millet murió en París hace dos años, atendida por la mujer con la que se había casado. Supongo que con el consuelo de ver que, aunque su nombre haya sido olvidado, sus ideas han triunfado plenamente.
Los que no haya leído el mamotreto quizás sí recuerden una de sus frases, convertida en eslogan: “Lo personal es político”. ¿Por qué ese interés en politizar la esfera privada? Porque en la pública ya se había alcanzado en décadas anteriores la equiparación de derechos entre mujeres y varones: ellas ya podían votar, estudiar, ejercer profesiones, compartir la patria potestad con sus maridos. El quid del “feminismo de segunda ola” es demostrar que esa “liberación de la mujer” es engañosa e insuficiente (“meramente formal”, en lenguaje marxista) porque la mujer sigue oprimida en el espacio privado.
Algunas personas creen que La Sexta da información.
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Suscríbete ahoraAsí pues, la “política” no está solo en los ministerios y Parlamentos, sino también en las empresas, las escuelas y los dormitorios. Y por “política” entiende una neomarxista como Millet “relaciones de dominación”: “Con el término ‘política’ nos referiremos en esta obra a las relaciones estructuradas de poder, mecanismos mediante los cuales un grupo de personas es controlado por otro” (Sexual Politics, p. 23). Politización es colectivización: no le interesan a Millet las complejidades de la relación entre el individuo Paul y el individuo Mary, sino el supuesto conflicto entre el colectivo de los hombres y el de las mujeres. La sociedad como campo de batalla en el que unas tribus intentan someter a otras.

El patriarcado, piensa Millet, es el sistema de dominación más exitoso de la historia; de hecho, todas las sociedades y culturas son patriarcales: “El arma psicológica más potente de la que dispone el patriarcado es su propia universalidad y longevidad. Apenas existe ningún referente social que pueda servir de contraejemplo. Aunque ocurre lo mismo con la [dominación de] clase, el patriarcado tiene un arraigo aún más tenaz y poderoso, basado en su éxito al hacerse pasar por naturaleza” (p. 58).
Negación de la naturaleza y ruptura con el pasado histórico y la transmisión cultural: tal es la tarea de la ingente revolución sexual que, advierte Millet, está apenas en sus comienzos
El enemigo, pues, es la naturaleza, o lo que el patriarcado intenta hacer pasar por tal. De entrada, debe desconfiarse de todo lo que aparezca como “natural”, especialmente en lo que se refiere a roles sexuales y rasgos psicológicos de hombres y mujeres. Esas diferencias no tienen asiento en la biología, sino en la cultura. De ahí la famosa distinción entre “sexo” (categoría biológico-cromosómica) y “género” (construcción cultural). Para Millet, todo lo que parecía pertenecer al “sexo” -desde la mayor fuerza física del varón o su mayor inclinación al razonamiento abstracto, hasta la mayor empatía de las mujeres y su preferencia por las ocupaciones que implican interacción humana- en realidad pertenece al “género”: “No hay diferencias entre los sexos en el momento del nacimiento. La personalidad psicosexual, por tanto, se aprende después” (p. 30). No nacemos hombres y mujeres, sino que se nos enseña a serlo (Simone de Beauvoir: “La mujer no nace; se hace”). Somos condicionados por la educación para desarrollar una sensibilidad masculina o femenina: “El condicionamiento funciona en un círculo de autoperpetuación y profecía autocumplida. Por ejemplo, la cultura enseña al chico a desarrollar sus impulsos agresivos, y a la chica a contenerlos o reconducirlos hacia dentro” (p. 31).
Por tanto, el hombre es un ser sin naturaleza, un puro animal cultural. Ahora bien, la cultura –o las culturas, pues Millet reconoce que el patriarcado es un fenómeno universal- es opresiva y patriarcal; debe, por tanto, ser desmontada (al menos, en todo cuanto guarde relación con los roles sexuales). Negación de la naturaleza y ruptura con el pasado histórico y la transmisión cultural: tal es la tarea de la ingente revolución sexual que, advierte Millet, está apenas en sus comienzos.
El objetivo más importante de esa incipiente revolución sexual-cultural es el desmantelamiento de la familia. Millet no la ve como una institución imprescindible para la reproducción de la especie y un cauce de amor y cooperación entre hombres y mujeres, sino como el eslabón clave del patriarcado: “La institución más relevante del patriarcado es la familia. […] [Es] una unidad patriarcal dentro de una totalidad patriarcal. […] Actuando como agente de la sociedad, la familia enseña a sus miembros a ajustarse y obedecer [a las normas patriarcales]” (p. 33). La moral restrictiva que intenta confinar la actividad sexual al cauce conyugal es parte del entramado de dominación patriarcal: “A la mujer se le niega todavía la libertad sexual y el control biológico de su cuerpo a través del culto a la virginidad, el doble rasero, la prohibición del aborto, y en muchos sitios, la inaccesibilidad física o psicológica de los anticonceptivos” (p. 54).
Millet aplica al sexo femenino consideraciones de autarquía productiva características de una nación que está en guerra, o cree que puede llegar a estarlo. La suya es, en efecto, una lógica bélica, de guerra de sexos
Y, en lugar de destruir la familia –lo que traerá ciertas dificultades para la reproducción de la especie y la educación de los niños- ¿no sería mejor modernizarla mediante la igualdad jurídica de marido y mujer, la conciliación maternidad-trabajo, el reparto más equitativo de tareas domésticas? No. Es característica del feminismo de segunda ola una radicalidad maximalista que lleva a considerar engañosos los progresos conseguidos. Así como la lírica y ética del amor cortés medieval no implicó ninguna mejora real de la condición femenina (pues “los raptos de los poetas no tenían ningún efecto sobre la situación legal o económica de las mujeres”), ni tampoco el “culto a lo femenino [woman-worship]” del romanticismo decimonónico (pues “el amor romántico también oculta las realidades del estatus femenino y el lastre de la dependencia económica”, p. 37), así la progresiva incorporación de la mujer al mercado laboral –ya notable a la altura de 1970- no implica su emancipación, pues “la mayor parte del trabajo que realizan las mujeres [a saber, las faenas domésticas y cuidado de los hijos] no está pagado”, y así como “la posición social de las mujeres es vicaria, conseguida a través de los hombres [“señora de”]”, así “su posición en la economía es también vicaria y tangencial” (p. 40), como demuestra el hecho de que el salario promedio de las mujeres sea muy inferior al de los hombres, y que estén infrarrepresentadas en el mundo de los negocios, en las profesiones mejor remuneradas y en la ciencia y tecnología (p. 42).

Millet llega a plantear que las mujeres no sabrían mantener la industria y la tecnología si de repente desapareciesen los hombres: “Si faltaran los varones, el distanciamiento de las mujeres de la tecnología hoy día es tan grande, que es dudoso que pudieran sustituir o reparar las máquinas”. Millet aplica al sexo femenino consideraciones de autarquía productiva características de una nación que está en guerra, o cree que puede llegar a estarlo. La suya es, en efecto, una lógica bélica, de guerra de sexos. La dependencia económica y tecnológica pone a las mujeres a merced de los hombres. Su dependencia sentimental, también. Su maternidad –“servidumbre biológica” ya muy execrada por Simone de Beauvoir- las confina degradantemente en el hogar y les impide competir de tú a tú con el enemigo. Las mujeres libran la guerra de sexos con una mano atada a la espalda.
El de Millet es un mundo de resentimiento y competición despiadada entre los sexos; un mundo en el que el amor romántico es una trampa, la maternidad esclavitud, la familia un artefacto de dominación. Un mundo estéril e inhumano. Es nuestro mundo. Desde su lecho de muerte parisino, Millet podía ver una ciudad en la que el matrimonio ha prácticamente desaparecido y en la que ya solo tienen hijos los inmigrantes. Una Europa en la que a nadie preocupa el hundimiento de la natalidad, pero sí la brecha de género en el rugby o la infrarrepresentación femenina en las Escuelas de Ingeniería.