Como ha observado atinadamente José Javier Esparza, en su libro No te arrepientas (35 razones para estar orgulloso de la historia de España), el 80 por ciento de los fallecidos en la pandemia en España -casi 50.000 personas- habían nacido antes de 1945. Las principales víctimas de la catástrofe son, por lo tanto, nuestros padres y abuelos, la generación que nació en torno a la Guerra Civil, que creció en la posguerra, que fue capaz de superar odios y rencillas, y levantar el país. 

Nos han dejado un legado de prosperidad y estabilidad, han conseguido que sus hijos y nietos tengan una vida más cómoda, con más formación y más posibilidades que ellos, nos han dejado un país mejor que el que ellos heredaron de sus mayores… y (casi) nadie los ha elogiado.

Algunas personas creen que La Sexta da información.

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Capitanas de aquel ejército de paz, de aquella abnegada generación de españoles eran las madres. Nuestras madres y abuelas. No tenían estudios, ni carrera universitaria, y muchas de sus madres y abuelas no sabían leer y escribir, no habían salido de su pueblo y se murieron sin conocer el mar.

Sin ellas no tendríamos la España que conocemos. No hay más que comparar como era hace 80 años y como es ahora

Pero sin ellas no tendríamos la España que conocemos. No hay más que comparar como era hace 80 años y como es ahora. De ser un país pobre y analfabeto pasó a ser un país industrial y próspero (la novena potencia del mundo en 1978). 

Esparza recopila algunos indicadores relevantes: En 1946 había 72.000 vehículos privados; en 1966, más de un millón. En la posguerra el número de viviendas no llegaba a los 6 millones; en 1970, superaban los diez millones y medio. De ser un país devastado por la Guerra Civil, con capas de la población pasando hambre, llegó a tener una anchísima clase media en los años 70 (más del 55 por ciento de la población). De ser una economía atrasada llegó a ser -durante un tiempo- la que más rápido crecía en el mundo, solo superada por Japón.

También hubo una revolución educativa y cultural. En 1936, el nivel de analfabetismo era del 25%; en 1961 estaba por debajo del 9%. El número de estudiantes de Bachillerato se multiplicó por seis, y el de mujeres que llegaron a la universidad, entre 1940 y 1970 se multiplicó por veinte. Gracias a unas políticas educativas eficaces, en un contexto de crecimiento y modernización económica, se alcanzaron, a finales del siglo XX, unos niveles de educación universitaria iguales o superiores a los de los países más desarrollados del mundo.

Y el mérito -como subraya Esparza en su libro- no es sólo atribuible a los gobernantes o a la coyuntura internacional, sino sobre todo a los españoles. Hubo una generación que se sacrificó “para que sus hijos tuvieran la instrucción que a ella le faltó” y otra, la de los hijos, que fue consciente de que “había que esforzarse para sacar el máximo provecho de la oportunidad que se les daba”.

En esta epopeya social, jugaron un papel esencial las madres, las que transmitían la vida y los valores, las que sostenían las familias, pero alejadas de los focos, sin acaparar la atención, en la humildad de los hogares, en la trastienda de la historia. 

Alguna vez he dicho en estas mismas páginas que nuestras madres eran las mejores educadoras: porque enseñaban todo lo que sabían; podían responder a cualquier duda en cualquier momento del día o de la noche y estaban a disposición de sus alumnos mucho antes de preescolar: desde que nacían.

Que eran las mejores médicos, porque administraban al enfermito frenadoles con cariño y sin listas de espera. Que eran las mejores ministras de Economía, aunque la familia sea por definición una ruina, porque sacaban partido a sus exiguos fondos, con un control de costes que para sí quisieran las empresas del Ibex. Ellas eran las que deberían enseñar economía en dos tardes al presidente, porque lograban hacer lo que ningún ministro consigue: administrar recursos escasos y -lo más difícil- sin que se note. Y todo ello sin salir de la cocina. O fregando suelos, o dejando el pueblo para ir a servir a la ciudad, o emigrando a la capital o al extranjero.

No eran superwomen, ni ejecutivas de lujo, ni activistas políticas, ni hembras emancipadas, ni sabían tres idiomas, ni tenían cuatro masters. Pero poseían un sexto sentido, atesoraban la sabiduría popular y conservaban la capacidad de acogida, algo que se ha ido difuminando en la mujer de la sociedad posmoderna.

Tenían un don más natural y más preciado que la ubicuidad: el don de la disponibilidad. Y eso les permitía llegar a todo y a todos

Una cualidad que les permitía tener abiertos los dos: el hogar y el corazón. Y dar de comer a un regimiento -donde comen dos comen tres- Tenían un don más natural y más preciado que la ubicuidad: el don de la disponibilidad. Y eso les permitía llegar a todo y a todos, ser esposas y madres, pero también confidentes y amigas, y cuidar a los mayores y a los enfermos -siempre había un mayor y algún enfermo en los hogares-, sin necesidad de una ley de dependencia.

Se asombrarían nuestras abuelas si supieran que se ha dedicado una jornada reivindicativa a la mujer. No lo entenderían. Lógico. Porque es un día instrumentalizado por las feministas y por los gobernantes, entre el postureo y la cosecha de votos. Un artefacto ideológico, una jornada artificiosa y artificial (como todo lo que viene dictado desde arriba), diseñada maquiavélicamente para usar a la mujer como medio. No es el Día de la Mujer, sino el Día del Feminismo. 

Pero ellas no entendían de política, ni de homenajes. Sólo de servir. No sabían que eran el motor oculto y fecundo de una revolución silenciosa, la que sobre los escombros de la posguerra levantó la España contemporánea. 

Las que, de verdad, se merecen el 8-M. Pero nadie se acuerda de ellas, ahora que el Covid se las ha llevado.

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Nacido en Zaragoza, lleva más de 30 años dándole a las teclas, y espera seguir así en esta vida y en la otra. Estudió Periodismo en la Universidad de Navarra y se doctoró cum laude por el CEU, ha participado en la fundación de periódicos (como El Mundo) y en la refundación de otros (como La Gaceta), ha dirigido el semanario Época y ha sido contertulio en Intereconomía TV, Telemadrid y 13 TV. Fue fundador y director de Actuall. Es coautor, junto con su mujer Teresa Díez, de los libros Pijama para dos y “Manzana para dos”, best-sellers sobre el matrimonio. Ha publicado libros sobre terrorismo, cine e historia.