Las invasiones de los bárbaros siguen siempre el mismo guión. En su furor iconoclasta por hacer tabla rasa de la civilización, no sólo destruyen vidas, sino también la cultura. Una cosa lleva a la otra. Los otomanos de Mehmet II hicieron dos cosas al invadir Constatinopla en 1453: por un lado exterminaron a los viejos, redujeron a la esclavitud a los jovenes y enviaron a las mujeres al harén; por otro destruyeron iglesias, arrasaron bibliotecas y echaron abajo la elevada cruz de Santa Sofía, antes de convertir el templo en mezquita.

Y en este siglo XXI, los talibanes de Afganistán han destruido budas gigantes; y el  Daesh, Califato Islámico, ha reducido a escombros los tesoros arqueológicos de Irak. 

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Los nazis, más sistemáticos, fueron por orden. Primero destruyeron libros y pinturas -lo que ellos llamaban “arte degenerado”- y luego hicieron lo propio con personas. Pasaron de quemar, en la plaza de la Ópera de Berlín (1933), obras de Heinrich Mann, Marx o Remarque a meter en el horno crematorio a judíos y disidentes. 

Esa constante no augura nada bueno para la ciudad alegre y confiada en que se ha convertido Occidente en el siglo XXI, porque ya se sabe que “donde se queman libros se terminan quemando personas” como alertaba el poeta Heinrich Heine y ha recordado Irene Vallejo en El infinito en un junco.

Disney ha retirado de su catálogo a ‘Dumbo’ y ‘El libro de la selva’, por “racismo”, con análogo desparpajo con el que las autoridades nazis tildaban de arte degenerado a Picasso o Van Gogh

Salvando las distancias, es lo que puede pasar con los nuevos bárbaros. Si en 1933 los estudiantes alemanes invocaron la pureza de la raza aria cuando hicieron una pira con los libros sospechosos; en la actualidad, son los estudiantes norteamericanos (y sus profesores) los que han invocado la corrección política para poner el veto sobre la Odisea de Homero en un colegio de Massachusetts. Una campaña en redes, #DisruptTexts, considera “poco inclusivos y poco diversos” a Ulises y Penélope, a la ninfa Calipso y al cíclope Polifemo. Alegan que los jovencitos de ahora no deben leer estas y otras obras -y meten en el saco a Scott Fitzgerald o a Shakespeare– porque se forjaron en un contexto cultural y moral muy diferente al nuestro. 

Hace unos años los nuevos talibanes condenaron por racistas Matar a un ruiseñor, de Harper Lee; y Tintín en el Congo de Hergé; ahora se plantean borrar de los colegios a Homero por “racista y sexista”. Y Disney ya ha retirado de su catálogo infantil a Peter Pan, Dumbo y El libro de la selva, por “racismo”, con análogo desparpajo con el que las autoridades de la Alemania nazi tildaban de arte degenerado a Picasso o Van Gogh. 

Menos mal que, como buenos censores, son analfabetos que si no arderían en la pira Quevedo y Cela; Julio Verne y Joseph Conrad; El nacimiento de una nación y La dolce vita; e incluso La Biblia -llena de machismo, heteropatriarcado, violencia y abominaciones sin cuento-.

El asunto no sería tan preocupante si se tratara de un tsunami exterior. Lo malo de esta invasión es que Occidente le ha abierto la puerta a Atila y le ha invitado a entrar y tomar posesión de la casa. Dos ejemplos. Muchos campus universitarios anglosajones -antaño pozos de la sabiduría- optan por la superstición en lugar de la ciencia -véase las teorías de Género-; y persiguen y condenan al ostracismo o a la muerte civil a los académicos que se atreven a defender la verdad y denunciar la farsa. 

Francisco José Contreras lo explica con un caso muy expresivo. Cuenta Heather McDonald en The Diversity Delusion, que hasta 2011, los estudiantes de la Universidad de California, Los Angeles (UCLA) debían completar un curso sobre Chaucer, dos sobre Shakespeare y uno sobre Milton para obtener la major en Filología Inglesa; pero tras una revuelta de profesores antirracistas, se reemplazó ese requisito por el estudio de materias como Gender, Race, Disability and Sexuality Studies [Estudios de género, raza, discapacidas y sexualidad] o Imperial, Transnational and Postcolonial Studies [Estudios imperiales, transnacionales y postcoloniales].

El extraño odio a Occidente a sí mismo del que hablaba Benedicto XVI se ha asentado en las cátedras y en los campus, en los medios de comunicación y en las empresas. Lentamente nos hemos creído que el legado cultural, jurídico y humanístico de dos mil años es una basura; que el cristianismo es tóxico; que Europa proyecta más sombras que luces; que la familia es una superestructura artificial del heteropatriarcado; que la mujer es buena por naturaleza y el varón lleva la violencia inscrita en los genes.

Censores y cazadores de brujas se encargan de lanzar las correspondientes fatwas a quienes se desmandan. Contreras menciona el caso de Amy Wax y Larry Alexander que publicaron en The Philadelphia Inquirer un artículo llamando a la recuperación de los “valores burgueses” de laboriosidad, ahorro y estabilidad familiar. Inmediatamente, las redes sociales se pusieron al rojo, acusándolos de racismo, por propugnar “virtudes blancas”. La Penn Graduate Students Union llegó a decir que  “la superioridad de una raza sobre otra no es una idea admisible en el siglo XXI”.

En consecuencia, lo más saludable es marginar a los varones, a los blancos y a los heterosexuales e imponer la diversidad y la inclusión a martillazos: figuradamente una veces, a base de decretos-leyes y multas; literalmente otras, como se ha visto con el movimiento #BlackLivesMatter o con el derribo de estatuas a manos de suevos, vándalos y alanos con chandal y vaqueros.

La obsesión por la diversidad racial “está destruyendo la meritocracia y distorsionando los mecanismos de selección de las Universidades” señala Contreras. Así en el programa de Liberal arts de Berkeley, negros e hispanos pueden ingresar con una puntuación en el examen “SAT” 250 puntos (en una escala de 1600) inferior a la exigida a los blancos y asiáticos. 

Algo parecido está ocurriendo en el mundo de la empresa -al menos en EE.UU.-, donde el criterio de selección ya no es la preparación o el mérito del candidato sino el color de la piel o si predomina la progesterona sobre la testosterona; el objetivo ya no es la búsqueda de la excelencia, sino la diversidad racial y de género.  

No es casual que Biden haya puesto en Salud a un señor operado y con peluca, que se hace pasar por mujer y que se hace llamar Rachel

Todo esto es aún más extremo en la política convertida en un circo mediático, donde el exhibicionismo y los golpes de efecto electorales importan más que el bien común. Eso explica que Biden haya puesto al frente de la subsecretaría de Salud a un señor operado y con peluca, que se hace pasar por mujer y que se hace llamar Rachel. No es casual que Biden lo haya puesto en Salud, precisamente en Salud.

Los méritos del individuo son discutibles: siendo responsable de Sanidad de Pennsilvania promovió los contagios de COVID en residencias, mientras sacó de la suya a su madre de 92 años. Pero lo importante no es su (in)capacidad de gestión o su falta de escrúpulos. Lo importante es la diversidad. Y si alguien se atreve a decir que el rey está desnudo -o que la señora es un señor- será convenientemente silenciado por la Gestapo de las redes sociales: Twitter ha suspendido cuentas que se refieren a Rachel en masculino

Tres cuartos de lo mismo ocurre con la gran apuesta de Biden, que a pesar de su look moderado y modosito, gana en excentricidad a Trump. La gran apuesta es la vicepresidenta Kamala Harris, que está donde está no por su preparación sino por la cuota de la diversidad: por su condición de mujer y sus orígenes asiáticos y africanos. Como subraya Contreras, no interesa su mente, sino sus genitales y el color de su piel. 

Con este panorama no se extrañen ustedes si le dan el Nobel de la Paz a esos aprendices de Atila que se llaman Black Lives Matter. No es una broma; ya ha sido propuesto para el Premio. La historia se repite: en 1939 un socialdemócrata sueco, Erik Brandt, propuso al Comité del Nobel que otorgara el premio a Hitler. ¿Motivo? Su “ardiente amor por la paz”.

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Nacido en Zaragoza, lleva más de 30 años dándole a las teclas, y espera seguir así en esta vida y en la otra. Estudió Periodismo en la Universidad de Navarra y se doctoró cum laude por el CEU, ha participado en la fundación de periódicos (como El Mundo) y en la refundación de otros (como La Gaceta), ha dirigido el semanario Época y ha sido contertulio en Intereconomía TV, Telemadrid y 13 TV. Fue fundador y director de Actuall. Es coautor, junto con su mujer Teresa Díez, de los libros Pijama para dos y “Manzana para dos”, best-sellers sobre el matrimonio. Ha publicado libros sobre terrorismo, cine e historia.