La ceremonia de los JJOO de Paris fue un atentado deliberado contra la fe cristiana.
La ceremonia de los JJOO de Paris fue un atentado deliberado contra la fe cristiana.

No encontramos palabras para calificar el acto asqueroso que tuvo lugar en París con motivo de los Juegos Olímpicos.

Un acto descaradamente blasfemo en el cual se presentó una parodia de la Ultima Cena, burlándose de los Apóstoles y, desde luego, ridiculizando la Sagrada Eucaristía que es el símbolo máximo de la Fe Cristiana.

Algunas personas creen que La Sexta da información.

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Un golpe certero al corazón lo solamente de los católicos sino también de otros cristianos como pudieran serlo los protestantes y ortodoxos.

Y lo peor de caso: Salvo la inconformidad de unas cuantas voces aisladas, la inmensa mayoría de la sociedad francesa se encogió de hombros y miró hacia otro lado demostrando con ello que su actitud es la de aquellos ateos prácticos que –a pesar de estar bautizados- viven como si Dios no existiera.

Menos mal que, dentro de la Iglesia se han oídos unas cuantas protestas de altos dignatarios especialmente obispos y unos cuantos cardenales que proceden casi todos ellos de países que hasta hace poco eran tierra de misión.

Lo que va de ayer a hoy. Hubo un tiempo en que Francia era otra Francia, llegando al punto de ser considerada como la nación primogénita de la Iglesia.

Fue hace más de mil quinientos años –allá por el año 496- cuando Clodoveo, rey de los francos, al ver como en una batalla estaba a punto de ser derrocado, hizo la promesa de convertirse a la religión de su esposa Clotilde, si se libraba de tan duro trance.

Clodoveo, de modo inexplicable, acabó venciendo a sus enemigos y –fiel a la promesa hecha- pidió ser bautizado.

Y fue el obispo San Remigio quien en la bellísima catedral de Reims le administró el Bautismo.

Tras la conversión de Clodoveo se produjo la conversión masiva de los francos y fue así como nació la Francia cristiana que, con toda justicia, fue llamada nación primogénita de la Iglesia.

A partir de entonces y conforme los siglos fueron pasando, Francia dio a la Iglesia héroes que por ser santos reciben culto a nivel universal.

Entre ellos destacan: Santa Genoveva, gran protectora de París; San Luis Rey de Francia que combatió en las cruzadas; Santa Juana de Arco, toda una heroína que defendió a su patria de los invasores ingleses: San Vicente de Paul, todo un gigante de la caridad; los misioneros jesuitas martirizados en el Canadá; San Juan Bautista de la Salle, gran educador de la niñez y de la juventud; San Marcelino Champagnat, otro ejemplar apóstol de la juventud; El Cura de Ars, humilde sacerdote que se santificó en una pequeña aldea y que hoy es el santo patrono de todos los párrocos del mundo; Santa Bernardita, vidente de las Apariciones de la Virgen en Lourdes; Santa Teresita del Niño Jesús, toda una mística que, sin salir de su claustro, mucho hizo por las misiones….

Y, por supuesto, Santa Clotilde, esposa de Clodoveo.

En fin, toda una constelación de personajes que adornan el santoral de la Iglesia.

Sin embargo, a partir del siglo XVIII entraron en Francia doctrinas perversas que envenenaron las mentes de reyes, importantes personajes y, de paso, extraviaron los criterios del pueblo llano.

Fue tal la desintegración moral que la Revolución Francesa de 1789 acabó hundiendo en un mar de sangre a un pobre pueblo que había perdido el rumbo.

Una desintegración moral que alcanzó tales proporciones que, a fines del siglo XIX, Clemenceau, feroz perseguidor de la Iglesia, llegó a comentar lleno de satisfacción: “Si los católicos viviesen cómo piensan hace ya mucho tiempo que nos habrían aplastado”

Y como remate tenemos ahora la burla sacrílega a la Sagrada Eucaristía, símbolo máximo del catolicismo.

¿Y el pueblo? Encogiéndose de hombros y preocupándose solamente por ver cuantas medallas ganan sus atletas.

¿Podríamos imaginarnos lo que habría ocurrido si burla tan sacrílega, en vez de haberla padecido los católicos la hubieran padecido los musulmanes?

Desde luego que sujetos islámicos tan duramente fanatizados, serían capaces de todo, incluso de dinamitar la Torre Eiffel.

En fin, que son tiempos amargos y vergonzosos los que nos han tocado vivir…

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Abogado, historiador y periodista. Editorialista de el Heraldo de México (1973-2003). Colaborador de varias revistas mexicanas y españolas. Corresponsal en México de la revista Iglesia-Mundo (1981-1994). Autor de 'La cruzada que forjó una patria' (1976); 'Forjadores de México' (1983); 'Los mitos del Bicentenario' (2010) e 'Isabel la Católica. Su legado para México (2013).