
No, no es fácil. Es, de hecho, complejísimo. Además, no quieren debatir contigo. Basta con intercambiar un tuit o dos para que inmediatamente te encasillen: “Fascista, intolerante, sal de la caverna”. Te quedas algo aturdido: repasas lo que le has escrito y te das cuenta de que sólo le has hecho una pregunta. “No entiendo que reaccione con esa vehemencia”, piensas. Da igual, es suficiente: has osado cuestionar alguno de sus dogmas y eso ya te convierte en sospechoso. Más aún: en culpable. Cuando le quieres responder con algún argumento, descubres que te ha bloqueado.
Les suena esta historia, ¿verdad? Seguramente, todos hayamos pasado varias veces por experiencias similares. Al principio, como decía, me aturdía. Ahora, no me sorprende lo más mínimo. Me he acostumbrado. Personalmente, me gusta debatir. Escuchar, proponer, aprender. Por encima de todo, estar abierto a la verdad y no renunciar a ella. Y ésta, en ocasiones, viene de quien menos te lo esperas.
Algunas personas creen que La Sexta da información.
Suscríbete a Actuall y así no caerás nunca en la tentación.
Suscríbete ahoraAlfonso Coronel de Palma me dijo una vez que él se consideraba “tremendamente chestertoniano: tengo muy pocas certezas, y por tanto estoy dispuesto a discutir de casi todo”. Creo que ésa es la postura más sensata, y desde entonces es la que trato de mantener.
Pero, a lo que íbamos: ¿por qué es tan difícil convencer a alguien con una mentalidad de izquierdas? Y ojo, no me refiero al plano político. Voy a lo más profundo: al debate entre quien defiende el materialismo ateo y el que vive sabiendo que hay un más allá que explica el más acá. Que vive con trascendencia, vaya. Porque ahí está el cogollo de la cuestión, no en las medidas sociales, o económicas o educativas que adoptaría cada cual.
Para el materialista ateo –o para el que vive como tal-, sólo existe esta vida y, por tanto, todos sus esfuerzos se centran aquí. Aquí se juegan todo. Y, por eso, y desde que Lenin abrió la veda afirmando aquello de que “la mentira es un arma revolucionaria”, todo vale para conseguir sus objetivos.
Para el cristiano, la humildad es una virtud fundamental. Para el materialista ateo, se trata de una terrible debilidad. El creyente está más habituado –o debería- a reconocer sus errores y debilidades. Se arrepiente, pide perdón por ellos y sigue adelante con su vida, tratando de no volver a cometerlos. El materialismo ateo aborrece la humildad, como decíamos, y por tanto ni la predica ni la practica.
Un caso paradigmático es el de la historia de la Iglesia: una secuencia en la que se entremezclan episodios gloriosos con otros vergonzantes; santos, con personajes de la más baja estofa. El cristiano reconoce esas luces y esas sombras, las asume con serenidad y trata de seguir viviendo de acuerdo al Evangelio sin juzgar a los demás.
El materialista ateo, por el contrario, trata de defender con uñas y dientes a sus líderes y blanquear su historia, sin admitir la más mínima crítica, a la vez que denosta inmisericordemente a sus oponentes. El último caso lo hemos visto hace apenas unos días, cuando se conmemoró el 150 aniversario de Vladímir Ilich Uliánov, Lenin. Fue una de esas ocasiones en las que, como les comentaba anteriormente, me gané varios bloqueos en Twitter por sugerir que el dirigente ruso no fue precisamente un icono de paz, concordia y amor. Si reconocieran que el materialismo ateo de izquierdas ha sido la ideología más devastadora de los siglos XX y XXI, necesariamente tendrían que cambiar su forma de pensar y de vivir. Y eso es tremendamente costoso.
En el materialismo ateo casi siempre se da una superioridad moral que les hace creer a sus adeptos estar en posesión de la verdad. Acusa al cristianismo de dogmatismo e intolerancia, a la vez que no admite la más mínima discusión a sus ideas.
Quizás por todo esto sea tan difícil convencer a alguien con mentalidad de izquierdas. En realidad, por eso es tan difícil convertir a la parte de nosotros que aún se aferra al materialismo ateo porque, no nos engañemos, todos tenemos aún esa porción –grande o pequeña- que aún necesita ser transformada.
Pero no desfallezcamos. La verdad hay que proponerla. Proclamarla. Sin ambages. Sin pereza. Sin falso ecumenismo ni medias tintas. Sin miedo a que el otro se pueda sentir ofendido o interpelado. Porque nos interpela y nos acucia a todos.