
Salió de casa con la túnica y el antifaz de nazareno como cada Viernes Santo. Pero no era un año más, esta vez iba descalzo. Una promesa es una promesa, sobre todo cuando se hace a alguien al borde de la muerte.
Se la hizo no hace mucho, ya era cuaresma. Le dio su palabra a los pies de una triste cama de hospital mientras le agarraba la mano como quien agarra una vida entera luchando para que no se marche. “Aguanta, por favor, aguanta”, le repetía.
Algunas personas creen que La Sexta da información.
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Suscríbete ahoraElla, su madre, bellísima incluso esperando la hora final, acertó a decir que le había dejado una carta en casa, pero que no la abriera hasta la mañana del Viernes Santo. Luis asintió como buen hijo y antes de que cerrara los ojos le susurró que esa Semana Santa iría descalzo haciendo promesa. Por ella.
Si la cuaresma le arrebató a una madre, el Viernes Santo le iba a dar a su padre, al menos, la verdad de su historia. Luis nunca fue de preguntar más de la cuenta en casa, daba por buena la versión de que les había abandonado tras el repentino embarazo de mamá.
Apenas en dos párrafos de la carta descubrió que su padre, Antonio, jamás reconoció serlo. Eso a Luis le dejaba en la incómoda posición de bastardo, algo que no estaba dispuesto a perdonarle.
Llegados a este punto podría haber dejado de leer, pero siguió adelante y comprobó -con sorpresa- que en las palabras de su madre no había rastro de rencor hacia ese hombre. La razón, claro, era que había sido la familia de ella la que había obligado al padre a guardar silencio: un modesto carpintero no podía ser el padre del hijo de una aristócrata.
Ni siquiera que se tratara de un hombre bondadoso cambió las cosas. Sin ser escultor, su padre trabajaba en el taller de un célebre imaginero de la Semana Santa de la ciudad. Durante los años en los que la quema de iglesias era moneda común en España, Antonio se había jugado la vida poniendo a salvo en su casa la imagen de la Virgen del Patrocinio. La salvó de un destino seguro reducido a cenizas: el que sí corrió el Cristo de la Expiración.
Hasta tres veces llamaron las hordas a su casa buscando a la Virgen que se quería librar de la quema. Antonio rezaba, agazapado en el sótano, junto a su venerada Patrocinio a la que había ocultado en una caja de madera. La muchedumbre finalmente pasó de largo.
Aunque el barrio lloraba la pérdida del Cristo, también respiraba aliviado por conservar a su Virgen. La valentía de Antonio suscitó la promesa del imaginero: “Pero no te la diré hasta que no la talle con mis manos”.
Luis casi había llegado al final de la carta. Así se despedía su madre:
“Mira al Cristo a los ojos, que en su cara verás la de tu padre”.
Entonces, comprendió.