El Papa Francisco escribió hace no mucho: “Me gusta ver la santidad en el pueblo de Dios paciente: a los padres que crían con tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, en los enfermos (…) En esta constancia para seguir adelante día a día, veo la santidad de la Iglesia militante. Esa es muchas veces la santidad de la puerta de al lado, de aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios” (Gaudete et exultate, 7).
Cada vez estoy más convencido de que Sergio Burga Álvarez era ese santo que Dios nos puso “en la puerta de al lado” pero que muchos no nos habíamos dado cuenta. Ante su pronta e inesperada partida a la Casa del Padre el pasado 30 de noviembre, lo comentábamos con su esposa Marisela y con varios de sus muchos amigos en su funeral. En esos momentos donde puedes ver la vida en perspectiva, se nos fueron abriendo los ojos sobre una realidad que trascendía el afecto humano que Sergio despertaba en cada uno de nosotros. Compartiendo las muchas cosas que habíamos recibido de él, pudimos percibir el consistente y edificante testimonio de vida que nos dejó, lleno de actos cotidianos hechos de manera extraordinaria.
Algunas personas creen que La Sexta da información.
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Suscríbete ahoraNos preguntábamos sinceramente si quizás conocimos, convivimos, trabajamos, jugamos, nos reímos, compartimos una pena o simplemente charlamos con un santo entre nosotros y no nos habíamos dado cuenta. El Papa nos pone sobre la pista de que es probable que haya sido así.
Ser santo es vivir heroica y modélicamente las 3 virtudes teologales. La fe, de estar convencido completamente de que Dios puede cumplir sus promesas. La esperanza, total certeza de que Dios es fiel. Y la caridad, valiente para amar auténticamente a Dios y al prójimo. Soy testigo que Sergio las vivió de esa manera modélica en las labores profesionales que compartimos durante 15 años defendiendo la vida y la familia. Y de manera heroica, al enterarse de la alta probabilidad de que el cáncer al hígado podía acabar muy rápido con su vida terrenal dejando esposa y 3 niños pequeños.
Para decirlo más coloquialmente, un santo es un amigo en Cristo que, además, invita a los que le rodean a esa misma amistad. Ser santo es alguien que está buscando con sencillez ser como Cristo y que te anima a ser como Él. Es alguien que edifica tu corazón para ser mejor cristiano e hijo de Dios.
Sergio fue para mí, y para muchos, ese amigo en Cristo.
Un santo es humilde. Sergio no era de grandes discursos. Y aunque a veces los dio en el Congreso del Perú, en la OEA y en muchos otros ámbitos, fue mucho más elocuente con su vida. Sergio no escribió un libro. Su vida era un libro, una “buena nueva” que transparentaba Evangelio.
Tenía un estilo amable y empático. Todos lo querían. Su presencia te atrapaba, te convencía y te movilizaba. Sergio era un tipo de acción y de activación de otros.
¡Qué ganas de ser como él!
Un santo es alegre. Y Sergio nunca perdió el humor. Me reía con Sergio todo el tiempo. Trabajando, charlando, viendo fútbol o disfrutando una comida. Desde que lo conocí hasta el último día. En los logros y en las derrotas. En su plenitud y cuando estuvo enfermo, pronto a partir junto a su Señor.
Pero, además, un santo carga su cruz. La recibe con amor porque viene del Señor. Y por supuesto que los casi 6 meses en los que Sergio luchó contra el cáncer fueron una pesada cruz. La posibilidad de ofrecer su vida joven dejando a su querida familia debió arrancarle un “Señor, aparta de mi este cáliz, pero que no se haga mi voluntad sino la Tuya”. Quienes estuvimos cerca de Sergio en esos días vivimos un Vía Crucis con él. Y Sergio no solo conservó la fe, la esperanza y la caridad, sino que su coraje dio el valor necesario a los suyos. Como el Señor, Sergio caminaba con su cruz, purificándose y consolando a los que estuvieron a su paso.
Ser santo es colaborar con la gracia a través de los sacramentos. Sergio era un cristiano consciente del don de su bautismo, confirmación y de su vida matrimonial. asiduo a la gracia de la confesión y de la Eucaristía. No solo se fue preparado con la Unción de los Enfermos, sino que en sus últimos días participó en la preparación de su hijo mayor que recibiría la Primera Comunión tan solo días después de su partida. Escribió una carta que su hijo recibió el día que se confesó por primera vez:
“Hijo mío, quería compartir que uno de los momentos más importantes de mi vida fue hacer mi Primera Comunión… Para recibir la comunión es muy importante que hayas hecho una buena confesión para que estés limpio de corazón y puedas recibir a Jesús. Confesarte es como quitarte un peso de encima. Es decirle a Jesús a través del sacerdote todos tus pecados, todas aquellas cosas que te ponen triste…”.
Días después cuando Sergio ya había partido, llegó por correo desde el Vaticano la bendición papal por la primera comunión de su hijo que había pedido semanas atrás. Sergio tenía esos detalles de amor humano pero potenciados con la gracia divina.
Creo que tuve un santo como amigo y como compañero de trabajo. Un hijo de Dios, un hijo de María y de San José. Un amigo en Cristo que hoy me anima a ser cada día mejor para llegar a reunirme con él en el cielo.
Sergio, amigo, ruega al Señor por nosotros.