
Han pasado solo cinco años, pero para Brigitte Adams es como si hubiese pasado una eternidad. En esa ocasión fue triunfante portada de Bloomberg Business, acompañando al titular “Congela tus óvulos, libera tu carrera profesional”. Era la fórmula de esa cuadratura del círculo que prometía el feminismo de segunda ola y que se resumía en la consigna de “tenerlo todo”: una carrera profesional exigente y triunfal, una vida sentimental y sexual plena y, al final del camino, una familia estable e hijos propios.
Solo había que congelar un puñado de óvulos y concentrarte plenamente en tu vida profesional y social. Porque siempre hay tiempo para todo y de esta manera se puede burlar la biología y los estragos del tiempo. Y nadie le dijo a Adams -y a miles de mujeres como Adams- que si algo parece demasiado bonito para ser verdad, probablemente no sea verdad.
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Adams era entonces una graduada del exclusivo Vassar College de Nueva York que trabajaba en márketing tecnológico para prestigiosas empresas, y en el momento de congelar sus óvulos sintió una liberadora sensación de empoderamiento al poder dedicarse plenamente a su absorbente carrera sin escuchar el molesto tictac del reloj biológico.
Sí, era un gasto considerable, 19.000 dólares, pero valía la pena entonces, a punto de la cuarentena, hacer ese dispendio y seguir subiendo en la escalera corporativa mientras esperaba la llegada del hombre adecuado y tener, como coronación de su vida de éxitos, una casa llena de niños.
Y llegó el momento -aunque no el hombre adecuado-, pero las cosas no salieron como esperaba. A principios de 2017, en su 45 aniversario, decidió dejar de esperar marido y tener los hijos por su cuenta, así que fue a por sus once óvulos y a buscar un digno donante de esperma.
Dos óvulos no sobrevivieron a la descongelación. Otros tres no se pudieron ferlitizar. Eso dejaba seis embriones, de los que cinco parecían ser anormales. Se implantó el último en el útero, y la mañana del 7 de marzo recibió la desoladora noticia que este último cartucho también había fallado: no estaba embarazada, y sus probabilidad de tener un hijo propio, sangre de su sangre, eran ya prácticamente nulas.
Adams declara al diario canadiense National Post que se puso a gritar como un animal salvaje, tiró libros, papeles, su portátil, hasta quedar tendida en el suelo. “Fue uno de los peores días de mi vida. Estaba triste, enfadada, avergonzada”, declara al diario. “Me preguntaba continuamente qué había hecho mal”.
Se me ocurren varias respuestas a esa pregunta, pero me quedaré con la menos ‘moralizante’: fiarse de la publicidad. El procedimiento -técnicamente, ‘crioconservación de oocitos’- es extraordinariamente popular en el mundo corporativo, que no duda en aconsejárselo a sus ejecutivas más brillantes. Algunas empresas, como Facebook y Apple, lo ofrecen a modo de pago en especie o prebenda para fidelizar empleadas, y no es raro que los padres lo regalen igual que antes aportaban para la entrada de un piso.
Se comercializa como una oportunidad de detener el reloj, de parar el tiempo, y son legión las mujeres que lo suscriben a modo de ‘seguro de fertilidad’. Pero luego está lo que las empresas que ofrecen esta bicoca a precios astronómicos no cuentan. Como que una mujer que congela 10 óvulos a los 36 tiene entre un 30% y un 60% de probabilidades de tener un hijo con ellos, y la proporción se reduce cada año que pasa. También se reduce con cada óvulo de menos, naturalmente, y cada óvulo cuesta… un óvulo. Pero, sobre todo, según los expertos las posibilidades de que el procedimiento funcione varía tan abrumadoramente de una mujer a otra que es imposible predecir el resultado en casos concretos.
James Grifo, especialista en fertilidad de la Universidad de Nueva York – Langone Health y uno de los pioneros en este procedimiento, califica de “destructiva” la noción en sí de que se puede “controlar” la fertilidad, un mito que el feminismo y los medios de comunicación se esfuerzan por perpetuar. “Es pura ficción, es incorrecto”, declara al Post.