
La semana pasada, nuestro bolivariano de facultad, don Pablo Iglesias, se dio un homenaje marinero en cierto restaurante de gama alta y se gastó una pasta degustando, por lo que tengo entendido, caldereta de langosta.
Estando como estamos en campaña, los partidos rivales entraron a saco en las redes para afearle su supuesta incoherencia ideológica y, vaya por donde, yo quiero romper una lanza por el podemita y, de paso, por la caldereta de langosta, que quién la pillara.
Algunas personas creen que La Sexta da información.
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Suscríbete ahoraLa gran victoria de la izquierda es que todas las ideologías jueguen con sus reglas. Y me parece especialmente deplorable y un modo seguro de dar la ventaja al rival.
Por ejemplo: que un conservador, un liberal o un tradicionalista no es un fascista es ridículamente obvio. Que el fascismo surgió del socialismo y mantuvo con el capitalismo una lucha a muerte, también. Pero que cuando se quiere denostar una medida izquierdista se la califique de fascista, como si Stalin fuera una hermanita de la Caridad, me parece bastante idiota.
“Ni en El capital, ni en el Manifiesto Comunista, ni en el Libro Rojo de Mao se dice ni una sola palabra sobre el marisco”
He hecho una búsqueda rápida por El Capital, el Manifiesto Comunista, el Libro Rojo de Mao y otro manuales de la izquierda radical y no hay instrucciones precisas en cuanto al marisco. Nada, cero, ni una palabra. No es ‘haram’ para el revolucionario, según todos los libros sagrados de la Revolución.
Admito que la responsabilidad no es solo de la derecha. La trampa la ha tendido la izquierda y un discurso miserabilista que, en puridad, no tiene nada que ver con el socialismo científico. Los izquierdistas son los primeros culpables de que la gente espere de ellos que vivan como ascetas cristianos o, al menos, como, bueno, la gente.
Y aquí tengo que traer a colación una idea que no es mía en absoluto pero que me extraña no verla explicitada más a menudo: la izquierda es, en su praxis, una herejía cristiana, una derivación enloquecida y deformada, sin transcendencia, del cristianismo.
Y por eso, aunque la teoría no lo obligue en absoluto, se empeñan estos chicos, todos ellos de clase burguesa y suficientemente acomodada, todos tan alejados de la fábrica, la mina o la mies como se pueda desear, en aparentar unas penurias que apenas conocen de oídas.
Del Pablo Iglesias originario, el fundador del PSOE, se cuentan un sinfín de anécdotas en este sentido, como que se subía al tren en primera teniendo buen cuidado de bajarse de él en tercera, y quien más, quien menos, todos los líderes izquierdistas han tenido a bien personificar a San Francisco de Asís en plenos amores con su Dama Pobreza.
Las ideologías son lo que son, no lo que sus libros originales explican. Pensar en Burke cuando uno oye conservador es bastante tonto, porque hoy Burke se horrorizaría con lo que piensa el conservador medio, y otro tanto podría decirse de cualquier etiqueta política.
En este sentido, la izquierda es mucho más que un sistema político, un modo de organizar la polis. La izquierda es, sobre todo, una narrativa, dirigida a un público que ha asimilado dos mil años de pensamiento cristiano y al que, por tanto, se le puede transmitir un mensaje que le suena. Quizá en alguna perdida aldea de Bután o de Zambia todavía se podrá predicar que los últimos serán los primero y que les suene como una intrigante paradoja. En Occidente, no.
La derecha, naturalmente, podría haber aprovechado esta pequeña farsa de la izquierda para recordar al electorado que la elegancia, la educación, la excelencia o la cultura son valores a los que el pueblo debe aspirar. Pero, claro, no hubiera sido la derecha que conocemos, cuyo destino parece ser imitar servilmente los modelos de la izquierda y servir recalentados los platos que cocina la progresía.
Hemos llegado a una carrera de hipocresía en la que los políticos ocultan como vergonzosos sus gustos más exquisitos y se fotografían comiendo trozos de pizza con la mano
Así, si el izquierdista presume de ser pueblo, el derechista no quiere quedarse atrás, y políticos de todos los colores citan como gustos propios los que sus asesores identifiquen como más populacheros.
Hemos llegado de este modo a una carrera de hipocresía en la que políticos de todos los colores ocultan como vergonzosos sus gustos más exquisitos y se fotografían comiendo trozos de pizza con la mano o bebiendo calimochos en vasos de plástico.
Desde aquí quiero hacer un llamamiento tanto a los políticos como a sus seguidores para que paren esta locura. Pablo, que en su día ensalzó las virtudes del muy exclusivo Macallan, puede ponerse ciego de langosta con su dinero, que eso no va a hacerle más o menos disparatado como político, y el resto del personal puede relajarse y dejar de tratar de impresionarnos tomando bocatas de calamares en una obra.