
El Principito se ha hecho mayor. Acaba de cumplir 75 años pero está como el primer día, incluso mejor. Y hace 74 despegó por última vez. Así, el 31 de julio de 1944, un Lockheed P-38 Lighthing partía de la base de Borgo -Córcega- en misión de reconocimiento, para no regresar. En el ocaso de la Segunda Guerra Mundial, un hecho semejante habría pasado desapercibido, salvo por el hecho de que el piloto del avión desaparecido era nada menos que Antoine de Saint-Exupéry, autor de “El principito”.
Finalizada la contienda, era tiempo de ajustar cuentas con los vencidos y, sobre todo, reconstruir un continente devastado. Pero la Vieja Europa, rota por dos guerras mundiales en el mismo siglo, deseaba fervientemente pasar la página del sufrimiento y abrir la de la esperanza. Esa que inspiran personajes heroicos y legendarios. Para todos aquellos que tuvieron la suerte de leer “El principito”, Antoine de Saint-Exupéry era uno de ellos.
Algunas personas creen que La Sexta da información.
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Suscríbete ahoraYa antes de que estallase la Segunda Guerra Mundial, Saint-Exupéry era una personalidad en Francia. Enamorado de la aviación y las letras desde su más tierna infancia, quiso enrolarse en el ejército del aire galo durante la Primera Guerra Mundial, pero la oposición de la familia de su novia le disuadió. Sin embargo, ello no fue obstáculo para que llegase a convertirse en un piloto y escritor de renombre. Suyos son “El Aviador”, “Correo del Sur” y “Piloto Nocturno”; su lectura es una auténtica delicia.
«Sin apenas víveres ni agua, él y su navegante pasaron cuatro largos días hasta que los encontró un beduino, aunque para entonces su estado era ya lamentable»
Con todo, sería en el Sahara donde alcanzase la inspiración que le otorgó la inmortalidad. Fue en 1935, sobrevolando el desierto de Libia, cuando una avería en su aeroplano le obligó a realizar un aterrizaje forzoso. Sin apenas víveres ni agua, él y su navegante pasaron cuatro largos días hasta que los encontró un beduino, aunque para entonces su estado era ya lamentable. Durante ese período, ambos sufrieron los rigores del desierto, espejismos y alucinaciones incluidas. El protagonista de una de ellas era un niño rubio que vivía en un lejano asteroide, cuyas andanzas siguen aún hoy emocionando a niños y mayores.
Llegado a París y una vez repuesto de su aventura africana, Saint-Exupéry decidió contar la historia de su pequeño amigo imaginario; la llamó “El Principito”. El éxito de la obra le valió un reconocimiento considerable, así como la prebenda de poder formar parte años más tarde de un escuadrón de reconocimiento aliado, a finales de la Segunda Guerra Mundial.

Aunque dicho escuadrón estaba formado por pilotos jóvenes y fuertes, y Saint-Exupéry no era ni lo uno ni lo otro, se le permitió volar en misiones puntuales. La última de ellas, el 31 de julio de 1944, cuando se le vio por última vez a bordo de su aparato, antes de que el rastro se perdiera definitivamente.
Habrían de pasar más de 40 años hasta que un pescador encontrase en sus redes, cerca de de la isla de Riou -Marsella-, una pulsera que Saint-Exupéry había recibido como regalo de su mujer. Dos años más tarde, un buzo descubrió en aquellas mismas aguas los restos del aparato pilotado por nuestro hombre. Y casi al mismo tiempo Horst Rippert, un veterano aviador alemán de la Luftwaffe, asumía la autoría del derribo del avión siniestrado, hecho pedazos en el fondo del mar.
Aún así, su recuerdo sigue muy presente en tierra firme. Y más lejos todavía. Así, en 1975, un asteroide, el *2578, era rebautizado como “Antoine de Saint-Exupéry” en 1975 en honor a su reconocimiento mundial. Al Principito le gustaría; seguro. Aún le quedan muchos vuelos.