La Sande está de verano, con la cabeza llena de verano y esa maravillosa expresión, ‘tiempo libre’, en una sociedad en la que cada vez más la única libertad que se entiende es la menor de ellas, la libertad política. Y quizá lo suyo, lo responsable, es que me dedicara ahora a analizar ese Frente Popular que se supone que nos prepara Pedro, y la investidura, y otra ración de pactos y de ajedrez a varias bandas. Pero no.

Y no es solo el espíritu del verano lo que me aparta de esos áridos asuntos; es también, cada vez más, su absoluta futilidad. La decadencia es de todo el espectro, no de un partido, y si se produce una reacción a tiempo, será también todo el espectro el que se mueva de vuelta a la sensatez, aunque esto me resulte dificilísimo de imaginar.

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Así que les voy a hablar de la rehabilitación del clasismo. Lo vi todo claro hace unos días, una de esas iluminaciones que, lejos de envanecerte, te da rabia no haber visto antes cuando resulta tan evidente.

Desde la caída del Antiguo Régimen, el clasismo se considera lo peor de lo peor, ese mirar por encima del hombro a la clase baja. La llegada del socialismo acentuó aún más esa mala fama, insinuando que la clase baja no solo no era peor que la media o la alta, sino mucho mejor. Se inició una verdadera romantización del proletariado, adornándolo de toda clase de virtudes.

Sí, sorprendentemente, no han sido los neoliberales ni los conservadores, sino la izquierda más radical la que anima a escupir sobre la plebe

De repente nadie quería definirse como clase alta, se disimulaban los orígenes de buena familia, al menos en política, como si fueran un secreto vergonzoso, se exageraban la humildad de los comienzos, se multiplicaban las infancias precarias y la dureza de los primeros años.

Pero el ser humano es inevitable, censurablemente clasista. Sentirse superior a otros es un placer culpable y casi universal. Y ahora -a lo que iba- la nueva izquierda ha dado su gran dispensación para poder despreciar, humillar, atacar y ridiculizar a la clase obrera. Sí, sorprendentemente, no han sido los neoliberales ni los conservadores, sino la izquierda más radical la que anima a escupir sobre la plebe, la que ha hecho no solo lícito, sino incluso virtuoso, despreciar al proletariado, levantar arrogante la nariz ante la plebe como la peor caricatura de cortesano de Versalles y gritarles que coman hierba.

Todo el truco está en no decir que es porque son clase baja, aunque resulte evidente: es porque son varones patriarcales y machirulos, o porque son homófobos, o porque son nativos y quieren seguir siendo dueños de su tierra, o porque no aprecian el arte moderno, o porque no leen lo que deben, o porque sienten apegos que el pensamiento único quiere erradicar. O por todo a la vez, no importa, el caso es que no solo pueden los de arriba despreciar a los de abajo sino, oh delicia, hacerlo con la mejor de las consciencias, llamándoles ‘privilegiados’; una poderosísima ejecutiva bancaria puede, con toda paz, hablar del ‘privilegio patriarcal’ de un pobre pocero.

De esto me he ido dando cuenta paulatinamente, pero en cada ocasión se confirmaba la tendencia. Una de las ocasiones más evidentes fue el de las niñas de Rotherham. Ya recordarán, esas casi 3.000 niñas que fueron horriblemente violadas y prostituidas por una banda de paquistaníes durante más de una década, con el conocimiento de la Policía Local y los servicios sociales municipales, que no hicieron nada para no quedar como racistas.

Y todos los que se indignaron con el espantoso suceso hicieron hincapié en los horrores inexpresables a los que puede llevar la corrección política, y es muy cierto, pero suele dejarse fuera una obviedad: si las víctimas hubieran tenido recursos, si hubieran podido defenderse, si perteneciesen a alguna casta intocable, si hubiesen tenido dinero o influencias o cultura, si sus padres no hubieran sido de la vulnerable clase baja, más indefensa hoy que nunca, la Policía hubiera actuado en el minuto uno, paquistaníes o no paquistaníes. Pero eran lumpen, eran de esa clase olvidada y cutre que a nadie le importa en la modernidad, porque no son un colectivo organizado; ¿qué más da lo que les pase? ¿Vamos a arriesgarnos a indisponernos con el lobby musulmán y entristecer a sus aliados laboristas por unas arrapiezas blanquitas que, con toda seguridad, ni siquiera saben quién fue el último Premio Turner?

La segunda gran ocasión fue la campaña presidencial de Estados Unidos, la pasada. El desprecio por los votantes de Trump apenas podía disimular el clasismo subyacente, que muy a menudo salía a la superficie cuando la oligarquía de Washington los describía: ‘rednecks’, paletos del ‘país interior’ con dentaduras incompletas y un absurdo y bochornoso patriotismo, clase baja blanca que se aferraba -como llegó a decir Obama- a su Biblia y su revolver.

Hillary Clinton, quizá la representante más identificable de esa aristocracia progresista tan hecha a la idea de reinar y disponer de las vidas de la plebe que ya ni siquiera ese consciente del efecto de su arrogancia, delató todo al juego al calificar a los votantes de Trump de “cesta de deplorables”.

Trump, que tiene los instintos populistas desarrolladísimos, en seguida se puso a ordeñar esa maravillosa metedura de pata de su rival y bautizó a sus partidarios de ‘deplorables’, impidiendo que cayera en el olvido el clasismo de la candidata demócrata.

Y es que la clase baja, la clase genuinamente obrera, puede votar comunista, pero es siempre la más conservadora y aun tradicional. Es la primera en sufrir los experimentos sociales de sus amos, los caprichos políticos, y tienen la querencia por su tierra y su país de quien no puede permitirse el lujo de no tener patria.

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